Fue lo primero que nos enseñaron, la clase inicial de aritmética después de que aprendiéramos los números: sumar. Parecía la operación más sencilla y fácil, desde luego, mucho menos enrevesada que restar, multiplicar o, por supuesto, dividir. Aquellas sumas que se podían hacer con los dedos fueron complicándose con más sumandos y más largos, en los que había que aprender a llevar de una columna a otra. Pero incluso esas sumas parecían más honestas que las restas o las nefandas divisiones. Y luego estaba el signo más, la cruz tan valiente y equilibrada, tan bonita.
El signo más o plus sigue gustándonos de mayores, lo asociamos a lo positivo a lo que añade, por eso lo incorporan tantas marcas. Pero sumar, para los adultos, resulta mucho más complicado, sobre todo cuando se trata de sumar personas. Tendemos a reducirlas a votos, como si un voto al PP o a las mareas significara siempre lo mismo. Y no. A veces un voto a las mareas puede producirse por el mismo motivo que un voto al PP o, al menos, por un miedo parecido. Porque votamos como se puede y a lo que hay, a menudo sin sentirnos bien representados por nadie. O votamos por simpatías difusas, apenas razonadas. O por amistad. O por amor. O no votamos.
Y está bien así. Ni disponemos de un sistema mejor ni parece que exista. El voto implica siempre cierta división, porque hay que elegir entre estos y aquellos, escoger bando. Pero el Gobierno debería diseñarse como una ofensiva sumatoria: un intento humilde de juntar fijándose en lo común, que es mucho más de lo que parece. Por eso, los alcaldes de cualquier color que defienden a su gente y huyen del sectarismo ideológico repiten con mayorías absolutas.
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