Alguien me señaló la foto en la página web de La Voz y se me escapó un «¡Ay, Dios mío!». Luego me quedé a solas con la imagen, remirándola. Me indigna que se publiquen imágenes en las que aparece rebajada la dignidad de las personas o que fomenten esa pornografía del dolor a la que nos hemos vuelto adictos. Pero a los diez segundos de contemplar la foto, me pareció bien que se publicara. No se le veía del todo la cara al niño: parecía reposar sobre las olas que morían en la playa en la misma posición que, muy probablemente, adoptaría para dormir en su cuna: boca abajo, la cabeza algo ladeada, los brazos a los costados y las manos hacia el cielo, las rodillas flexionadas. Parecía dormir sobre las olas. Una foto serena, casi poética, pero capaz de inquietar. ¿Por qué?
¿Por retratar a un niño muerto? No. ¿Por retratar a un refugiado muerto? No. Los pornógrafos del dolor ya nos habían expuesto a muchas fotos de esas, demasiadas. Estamos vacunados. La serenísima foto inquietaba porque mostraba a un niño idéntico a los nuestros: piel (sí, he escrito piel) y vestimenta incluidas. Pero si el niño era como los nuestros, entonces nosotros podríamos haber sido sus padres y, por fin, quizá durante unos segundos llegamos a percibir en carne propia la tragedia. Apenas un roce.
Lo malo es que ahora el drama solo tiene tres soluciones posibles: ir allá y detenerlo, acogerlos a todos o dejarlos morir. Para lo primero y lo segundo se precisan coraje y generosidad. Así que de momento los dejamos morir. O luchamos o compartimos o los abandonamos. El resto son monsergas y sentimentalismos, lágrimas que nos hacen sentir buenos solo porque lloramos. Aunque continuemos sin hacer nada.
@pacosanchez