Hay algo que me fascina del viaje que comienza esta tarde el papa a Cuba y Estados Unidos, y tiene poco que ver con el proceso de deshielo entre ambos países o con la función mediadora de Francisco. Según casi todos los analistas fiables, en Cuba le espera una acogida cálida y repleta de esperanza. Pese a que la Iglesia lleva casi cincuenta años sometida a marginaciones y persecución en la isla, el sesenta por ciento de los cubanos se declaran católicos, aunque muchos de ellos ni siquiera están bautizados. Ven en Francisco un amigo capaz de promover la libertad que ansían, mucho más allá de la liberación de los 3.500 presos que ha prometido el régimen para celebrar su visita.
En Estados Unidos, sin embargo, líder de los países libres, el papa ha perdido 17 puntos de popularidad: 59 frente a los 76 del año pasado, aunque el respaldo de los católicos es contundente, casi del noventa por ciento. Conservadores y progresistas recelan de lo que pueda decir sobre los errores del capitalismo, porque suponen que renovará las críticas a «la lógica de las ganancias a cualquier costa», políticas de emigración, distribución de la riqueza, familia o libertad religiosa.
Dos regímenes contrarios, dos culturas casi opuestas, dos Gobiernos que no tienen nada que ver: la gran potencia occidental y una pequeña isla pobre pendientes de lo que diga o calle un hombre que se respalda solo en la autoridad del Dios que representa. Fascinante, insisto. Aunque al final, como siempre, coparán las noticias los grupúsculos de uno u otro lado que intentarán salir de su insignificancia vampirizando lo verdaderamente relevante: esas multitudes deseosas de escuchar una voz experta en humanidad.
@pacosanchez