Todos los indicios apuntan que el partido de Jordi Pujol y de Artur Mas se alimentaba en las cloacas de la corrupción. Una parte de los recursos que la Generalitat o muchos ayuntamientos de Cataluña destinaban a obra pública se desviaba a las arcas de Convergència o a los bolsillos de sus dirigentes. No entraré a discutir si el pillaje era más o menos intenso que el practicado en Madrid, Valencia o Sevilla. Solo diré que emana el mismo hedor. Y que, al menos en esto de la corrupción, los nacionalistas que se envuelven en la estelada son tan españolistas como aquellos que exhiben banderas rojigualdas. Si la inclinación a transformar los euros públicos en privados constituye un rasgo diferencial del ser español, como los toros o las castañuelas, convendrán conmigo en que Artur Mas -pongo por caso- es tan español como el que más. Y Andreu Viloca, tesorero de Convergència ahora detenido, no menos patriota que su colega Luis Bárcenas.
Otra cuestión distinta es la manera de afrontar el problema. Ahí sí aprecio diferencias entre unos y otros. PP y PSOE optaron por magnificar el tumor del adversario y considerar benigno el propio. Su postura era perfectamente reversible: el rival padecía metástasis, nosotros solo una ligera infección producida por cuatro sinvergüenzas infiltrados. Esa estrategia de ambos partidos cosecha lo que sembró: muchos ciudadanos los abandonan, asqueados, y se apuntan a los cantos de sirena que prometen regenerar la vida política.
Convergència -antes CiU- eligió otra vía para esconder sus miserias y su gestión. En vez de ocultar la basura debajo de la alfombra, la cubrió con un manto redencionista. El saqueo del erario público lo convirtieron sus dirigentes mesiánicos, con infame desparpajo, en el «España nos roba». Supieron vender bien su mensaje subliminal: los españoles son víctimas de la rapiña de sus políticos, los catalanes somos víctimas de la rapiña de los españoles.
Pero conviene decirlo todo. Fueron los Gobiernos del PSOE y del PP los que facilitaron, durante décadas, la impunidad de CiU. Necesitaban a los nacionalistas catalanes y, en aras de la gobernabilidad, hicieron la vista gorda. El escándalo de Banca Catalana se apagó sin apenas rasguños en la figura del honorable Pujol. El Aznar que hablaba catalán en la intimidad no se paraba en barras éticas a la hora de cortejar a sus ocasionales aliados. Y Pasqual Maragall, después de proclamar que el problema de CiU «se llama tres por ciento», retiró su denuncia porque Artur Mas, entonces en la oposición, lo amenazó con boicotear el Estatut. Los intereses políticos tapaban bocas y parcheaban los agujeros negros.
El problema del 3 % aflora diez años después de la acusación -retirada- de Maragall. Artur Mas achaca la resurrección del asunto al acoso de la fiscalía, dirigida desde la Moncloa. Quizá. Si la connivencia de ayer no se debía al azar, tal vez la persecución de hoy tampoco sea casual. Pero eso no pone ni quita culpabilidades.