Del carácter mitológico de las diputaciones provinciales quedó constancia el día en el que Joaquín Sabina relató los segundos finales de su padre y el carácter de su preocupación postrera. Narró hace años el cantante que, convencido su progenitor de que se acercaba el lance final, reunió a sus hijos en torno al lecho de la agonía definitiva y con la solemnidad melancólica de las últimas palabras requirió: «Quisiera yo saber de dónde sacan tanto dinero las diputaciones provinciales».
Que una Administración pública tan anacrónica que ni siquiera respeta el sufragio universal sea la última inquietud de un ser humano antes de empezar a transformarse en polvo demuestra que hay algo de naturaleza divina en estos organismos de casi doscientos años que estos días coletean con una furia que parece la de los estertores previos a la muerte. No parece casualidad que la decrepitud institucional incumba estos días a las diputaciones de Ourense y Lugo. En las dos, durante décadas, se despreció al pueblo, se usaron las elecciones como coartada, se promocionó la chabacanería institucional y se fanfarroneó con un caciquismo ramplón vergonzoso que a la postre funcionó como un castrante cinturón de castidad que atornilló el territorio al pasado y le impidió progresar.
Algo tendrán que ver estos liderazgos con el retraso económico y social de dos provincias en las que la tierra puede ser generosa y los seres humanos audaces. Hoy, en Lugo y en Ourense las diputaciones se refocilan en la porquería con los excesos que solo es capaz de inspirar la decadencia.