Vengo observando en los últimos meses cómo, desde distintos lugares, toma cuerpo una borrosa demanda de regreso al pasado. De las recientes elecciones locales francesas anoté esta declaración: «Queremos la ciudad de nuestra infancia». Se trataría de reconstruir el mundo social de los años ochenta del pasado siglo: un mundo en el que funcionaba la escalera del ascenso social, en el que el miedo y la inseguridad no eran percibidos, tampoco el racismo o el descrédito al excluido. Y esto vale tanto para Francia como para España.
Tony Judt tituló su testamento intelectual con las palabras Algo va mal y cuando quiso resumirlo se refirió justo a eso: muchas personas perciben que ya no viven tan bien como en el pasado. Una forma de concretarlo es con la objetivable destrucción de las clases medias, con la galopante desigualdad social entre una minoría y una creciente mayoría social de personas -ocupados incluidos- en riesgo de pobreza.
¿Qué ha pasado en las últimas tres décadas -entre 1980 y el 2015- para que se haya evaporado aquel mundo? Y contestada esa pregunta, la siguiente: ¿Es recuperable, podemos regresar a los felices setenta, podemos reconstruir una amplia clase media en nuestras sociedades?
Si se me pidiese resumir lo más sustantivo de lo que ha pasado en las tres últimas décadas, para explicarnos tal mutación, empezaría aludiendo a una galopante globalización -de la producción y de las finanzas- que se ha ido haciendo ajena a la redistribución estatal o nacional de la riqueza. Quiere eso decir que las ganancias de los mayores grupos económicos se obtienen (porque se produzca o se venda) a escala global y ello ha ido derivando en una evasión y deslocalización de las rentas y patrimonio así obtenidas. Las naciones y los Estados ven menguar tanto sus recursos fiscales para mantener servicios públicos decentes como la calidad de su mercado laboral, cuando el empleo precario sustituye a los buenos empleos.
Asia, China y los paraísos fiscales globales se manejaron por nuestras clases dominantes para romper el viejo consenso social -liberal, socialdemócrata y keynesiano- a partir de la caída del muro de Berlín. El consenso que impulsó un pacto social para la ampliación de las clases medias, del Estado de bienestar y de la redistribución de riqueza dentro de cada Estado se habría convertido en prescindible. Aquel momento (los felices 1970-1980) habría devenido en excepcional.
A partir de esa ruptura, y de esa estrategia global de los grupos sociales dominantes en nuestros países, fueron tomando cuerpo muchas cosas que conforman una muy mala herencia para construir un mundo mejor.