Valdría la pena resucitar a Romanones, y elegirlo presidente del Congreso, para que pronunciase otra vez su frase más famosa: «¡Qué tropa!». Porque ninguna otra expresión, salvo las ofensivas, puede reflejar mejor lo que debe sentir un pueblo que, ante un momento tan lleno de dificultades y oportunidades, se encuentra dirigido por una tropa de resentidos, fatuos, tarambanas, cobardicas, inexpertos, inmaduros, soberbios, inmorales y borricos.
A la posición surrealista que mantienen desde hace siete meses los inefables Sánchez y Rivera, se unieron el jueves Iglesias y Rajoy, que, teniendo sobrados argumentos para convertirse en referencias del sentido común, optaron por contribuir a la confusión y al cabreo general, con cuentas y utopías el primero, y sembrando dudas innecesarias, falsas y estériles el segundo. Desde hace un año doy por perdida una oposición que -erguida sobre la crisis- se ha mostrado incapaz de liderar sus propias mesnadas, de crear alternativas, y de aprovechar esta ocasión de oro que jamás volverá a editarse. Y por eso dirigiré mi disgusto contra Rajoy, que, debiendo comportarse como el punto de apoyo que es necesario para mover el mundo, convirtió su gran día en una angarillada dialéctica insufrible e inútil, que, lejos de situarlo del otro lado de la red, lo convirtió en cómplice del «ya veremos», del «plazo razonable» y del «si no hay terceras elecciones será gracias a la Providencia».
De mi artículo del lunes Rajoy y sus asesores aceptaron solo la parte fácil: la de decir sí a una designación del rey a la que esta vez no podía negarse. Pero no hizo nada de lo que sería necesario para distinguirse de la «tropa» de Romanones. No aceptó agilizar el proceso de investidura sin jugar con agendas inciertas. No aceptó que lo más urgente es hacer la negociación con plazos limitados. No aceptó que si hay que ir a una investidura fallida que ponga en marcha el calendario de disolución tiene que hacerla él. Y no acertó a decir que es más importante reordenar en términos institucionales el proceso de investidura -para restarle discrecionalidad, filibusterismo y parsimonia- que hacer cuatro fintas y regates en dirección a la propia portería.
Por eso sucedió que, debiendo ser la excepción a esta regla de desnortados, y sabiendo que su destino está determinado por los hados, este Rajoy, que tantas cosas hizo bien, emprendió la carrera de la investidura con menos talla de la que tenía, mezclándose con los tahúres, dando la sensación de que solo asume el trago a la fuerza, y sin garantizarse que, sobre un fracaso igual de previsible, pero desposeído de épica, no vuelva Sánchez a intentar la «gran chuminada». Lo que hicimos el jueves, día aciago, fue pasar del drama a la comedia de enredo, que bien pudiera titularse, como hizo Francisco de Rojas, Entre bobos anda el juego.