La encuesta de Sondaxe publicada ayer nos muestra dos Galicias -la que vota al PP y la que vota al resto- que están separadas por dos concepciones radicalmente opuestas del hecho político. La primera -la que vota a Feijoo- apuesta por la estabilidad y el orden institucional, y piensa que la continuidad de nuestro modelo político y económico es el mejor camino para alcanzar más progreso y bienestar. Y la segunda -la que vota a la constelación de las Mareas, Podemos, PSOE y BNG- cree que todo lo que hay está agotado, es injusto, e implica un abusivo empoderamiento de los ricos contra los pobres, y que no queda más remedio que resetear el sistema y volver a empezar.
Lo curioso es que esas dos Galicias no pasan de ser hipótesis discursivas, que no se perciben en la vida ordinaria del país, ni en las relaciones sociales y políticas, ni en las expresiones ideológicas, ni en las formas de vivir y ganarse la vida los políticos electoralmente enfrentados. Y por eso conviene saber qué mecanismos dirigen esta situación que va a dejar insatisfecha a la mitad de la población, y que ejerce una enorme influencia sobre la visión -idílica o catastrófica- que tenemos del país.
El problema reside en que no tenemos una idea clara y compartida sobre para qué votamos y en qué contexto lo hacemos. Y que, mientras los votantes del PP van por la clásica -votamos para legitimar a quien nos gobierna y a quienes asumen la obligación de controlarlos y de mantener vivas unas alternativas que no rompan ni paralicen el sistema-, los votantes del resto parten de una visión extrañamente maniquea de la democracia, en la que el Gobierno representa todas las fuentes del mal, mientras el Parlamento encarna la cándida voluntad de un pueblo que, si no fuese interferido por los malos, sería justo, solidario, dialogante, generoso y pacífico. Los primeros votan para que haya gobiernos capaces y eficientes, y los segundos votan para que haya parlamentos pluralistas y asamblearios que favorezcan -así de llano- el gobierno del pueblo.
En función de esta dicotomía, que afecta a la concepción del poder y de la democracia, la crisis política resulta inexorable. Y la explicación de por qué apareció en España este abismo disgregador hay que verla en dos cosas: en la oportunidad transitoria que le dio la crisis a todos los populismos, y en la paradójica e institucionalista sensación de indestructibilidad del Estado, que, lejos de exigir atención sobre sus mecanismos estructurales, permite centrar toda la política en la distribución benéfica y solidaria del gasto. Lo malo es que una de las dos alternativas es utópica, y que usted debe saber cuál es. Porque, si se tienen claras las opciones, es tan legítimo votar la gobernabilidad como la utopía. Siempre y cuando se acepten las responsabilidades y se asuman las consecuencias.