«Miradas impúdicas»: Irene y el sexo

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

Ricardo Rubio | Europa Press

08 oct 2021 . Actualizado a las 10:50 h.

Sorprendentemente, o quizá no, Irene Montero vive obsesionada con el sexo. Dirige el Ministerio de Igualdad, pero, de las muchas desigualdades que existen en España, a Montero solo parecen preocuparle las relacionadas con el sexo (ella diría con el género) y las cuestiones sexuales, sobre las que afirma cosas que están a medio camino entre el radicalismo extraterrestre del feminismo queer y la moral integrista que se enseñó durante decenios a las niñas en los colegios religiosos. 

En el Protocolo para la Prevención y Actuación frente al Acoso Sexual en el ámbito laboral, documento conocido esta semana, se mencionan entre otras conductas que las empresas deberían vigilar, por ser constitutivas de acoso sexual, la «exhibición de fotos sexualmente sugestivas o pornográficas, de objetos o escritos, miradas impúdicas, gestos; cartas o mensajes de correo electrónico o en redes sociales de carácter ofensivo y con claro contenido sexual». Se añaden también «las bromas y comentarios sobre la apariencia sexual», las insinuaciones o proposiciones, «flirteos ofensivos», «comentarios insinuantes, indirectas o comentarios obscenos» y las llamadas o «contactos por redes sociales indeseados».

Cualquiera que lea lo que antecede podría pensar que tal descripción, donde la más elemental seguridad jurídica brilla por su ausencia, está redactada por un cura preconciliar de aquellos que condenaban el sexo como un pecado nefando y hablaban de la pecaminosa lubricidad de los demás para disimular su propia lujuria reprimida.

La idea de que las empresas deberían vigilar los comportamientos sexuales políticamente incorrectos de sus trabajadores es completamente disparatada, aunque la ocurrencia, que podría estar sacada de la orwelliana Rebelión en la granja, tiene, ciertamente, precedentes de tronío: muchas universidades americanas, en las que se han elaborado documentos similares, donde la culpabilidad por acoso sexual depende, tanto a o más que de las supuestas conductas del presunto acosador, de la personal forma de interpretar códigos carentes de cualquier objetividad normativa por parte de las hipotéticas víctimas. Pues, ¿quién decide lo que es «una mirada o gesto impúdico», un «flirteo excesivo» o un «comentario insinuante»? No es difícil imaginar que lo que a unos les parecería inocente y hasta naif podría ser para otros gravemente ofensivo y merecedor de la hoguera, que es donde acaban muchas veces los acusados a quienes se condena sin defensa o juicio alguno.

El acoso sexual a las mujeres es una realidad inadmisible, que debe ser por ello combatida cultural y legalmente, algo que pocos españoles se atreven ya a poner en duda. Pero en esa lucha justa, como en todas las que tienen tal condición, se pueden cometer auténticos excesos que, lejos de favorecer la consecución del objetivo perseguido, acaban retrasándolo debido al rechazo que producen las condenas inquisitoriales, que ahora defiende con el furor de los conversos esta izquierda reaccionaria que nos gobierna.