Las costuras semánticas de la «agresión sexual»

Jorge Sobral Fernández CATEDRÁTICO DE PSICOLOGÍA Y DIRECTOR DEL DEPARTAMENTO DE CIENCIA POLÍTICA Y SOCIOLOGÍA DE LA USC

OPINIÓN

María Pedreda

07 sep 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

El arriba firmante es indígena de la tribu futbolera. Confeso e irredento. Además de agradecido a las puertas y oportunidades que el balompié abrió en tiempos ya lejanos. Conozco, pues, las muchas razones previas que, a mi juicio, respaldarían la expulsión del señor Rubiales de la Federación. La mafiosidad que ha impregnado todo su actuar debió costarle el cargo tiempo ha. Y, para acabar de construir tan hediondo currículo, en pleno Mundial sitúa su cerebro (más que sus manos) en los genitales, para que estos hablen por él, cual simio «espalda plateada», marcando territorio y jerarquía. Y, poco después, ya ebrio de victoria y venganza, reparte abrazos y tocamientos excesivos, en pleno desafuero. Entre ellos, «el beso».

Tras dimes y diretes, vídeos de quita y pon, pronunciamientos de instituciones, partidos, asociaciones y personas varias, se va conformando un cierto consenso «oficial»: el beso ha sido un acto de violencia sexual. Y así, el espalda plateada habría devenido en «agresor sexual», potencialmente castigado con penas de cárcel (art. 178.1 del Código Penal).

En paralelo, un amplio sector de la comunidad (imposible cuantificarlo con precisión a día de hoy) expresa por múltiples medios su perplejidad, cuando no irritación, por lo que consideran una notable exageración. Y, lo que sería peor, una desafortunada desvirtuación de las que serían «auténticas» agresiones sexuales.

Así la cosa, y con toda la humildad que requieren los asuntos complejos, sugiero algunas reflexiones. En primer lugar, la OMS considera violencia sexual cualquier acto (en sentido amplio, incluido el verbal) que reúna dos requisitos: que sea de naturaleza inequívocamente sexual y que implique coacción. Dejo a cada lector su composición de lugar al respecto. En segundo lugar, nada tiene sentido en el derecho, más específicamente en el derecho penal, sin la vigencia del principio de proporcionalidad. Y, más allá de las fronteras jurídicas, tal exigencia es requisito básico del buen razonamiento, en general, y, más aún, del razonamiento moral (el mayordomo ético del pensamiento jurídico) en particular. Estandarte contra los absolutos y garantía de mesura, matices finos y balanzas bien calibradas.

¿Hay proporcionalidad entre el beso que nos ocupa y una eventual calificación de agresión sexual? A tenor de esto convendría recordar que es esencial, para legislar bien, que las leyes (además de una impecable técnica legislativa en su confección) acierten a sintonizar con la sociedad que pretenden regular. Solo así será posible el viejo propósito de fondo de la democracia representativa: aquel al que elegí, legisla en mi nombre, como si fuera yo, ya que me «re/presenta». Así, cuando el Estado me castiga, lo hace «en mi propio nombre». Esa debe ser la última y más genuina fuente de legitimidad de las leyes penales. Cuidado con las vanguardias, las avant-gardes: si tiran del cable de la comunidad extensa, cual locomotora, bienvenidas sean. Si se desenganchan de los vagones, tirarán hacia adelante, solas, y acabarán presas de iluminismos y dogmatismos varios en quién sabe qué estación de destino; quizá un páramo solo habitado por su autosatisfacción. Sobran ejemplos en la historia. Suele dar mejor resultado ir un poco más despacio y que las piezas gruesas del tren no queden atrás.

Y, siguiendo, parece imprescindible que las leyes sean hábiles para captar las diferencias más o menos sutiles, los grises, los escalamientos, que sean usuales en el lenguaje y el pensamiento de sus destinatarios. Tenemos muy reciente el enorme caos creado por la simplificación de agrupar los abusos y las agresiones sexuales en el mismo tipo penal (la ley del «solo sí es sí» y sus indeseados efectos de rebaja de penas a algunos agresores sexuales graves).

Los grandes conceptos, dibujados con las grandes palabras, en tanto que contenedor de amplio espectro, son tan genéricos que pueden devenir inservibles. Y hay un peligro: si todo es agresión, la carga semántica del término por una parte se hace confusa, se diluye. Y su capacidad para significar y simbolizar (para transmitir «sentido») y generar rechazo social va quedando desleída, cual camisa vieja deshilachada.

Si esto no se hace bien, se corre el riesgo de tener que «forzar las palabras» para adecuarlas a los hechos, y/o «forzar los hechos» para adecuarlos a las palabras previamente elegidas. Si algún poder tuviera, que no es el caso, instaría firmemente a que lo legislado en este terreno recupere el sentido de complejidad, de gradualidad, del trazo fino; es decir, de la proporcionalidad, también la de los sustantivos elegidos.

Creo firmemente que el feminismo ( la radical defensa de la igualdad de derechos y oportunidades de las mujeres) es de lo mejor y más necesario que le ha ocurrido a la humanidad. Ni un paso atrás. Pero nunca está de más que la prudencia y la inteligencia hagan al movimiento, si cabe, más eficiente rumbo al logro de tan nobles objetivos. Váyase raudo y en buena hora nuestro federativo. No es preciso para ello romper las costuras semánticas de la «agresión sexual», ni del imaginario colectivo; esto es, del «sentido común».