Tienen derecho y la mayoría quiere el descanso eterno en el claustro
15 abr 2014 . Actualizado a las 07:00 h.«Lo que quiero es que me entierren en el claustro, cerquita de Jesús y la Virgen María. Y espero que haya sitio, porque tengo derecho a tener mi última morada en la Catedral». El comentario se lo hizo a este redactor un veterano canónigo del Cabildo compostelano, temeroso de que se agotasen las plazas de enterramiento en el claustro de la basílica. Pero las hay, tres en concreto, porque se han liberado otras.
La verdad es que hubo un momento en el que fueron quedando muy pocos lugares en el recinto claustral (en las filas de sepulturas) para el descanso eterno de los prebendados de la Iglesia compostelana tras años de servicio. Pero tal como suscitó el mosqueo de algún canónico, el Cabildo se ocupó de este problema. Fuentes eclesiásticas señalan que ya en la anterior etapa el deán se preocupó de que no se extinguieran las tumbas.
¿Y qué es lo que se ha hecho? Pues liberar plazas, porque al fin y al cabo se trata de simples huesos, aunque de gente de Iglesia, que llevan enterrados décadas o centurias en el claustro catedralicio. Y no son los de Santa Teresa. No hay ninguno que la historia les ponga bajo siete llaves, pero sí los hay de personajes prestigiosos como por ejemplo Ángel Amor Ruibal, un afamado filósofo y lingüista que tiene calle en la ciudad y sede eterna en la Catedral. O Antonio López Ferreiro, historiador y literato que fue soterrado en el año 1910.
Pero aún se tardará un poco en llegar a esos difuntos, porque el criterio del Cabildo es «volver para atrás» y desalojar a los más antiguos. Y los hay de los siglos XVIII y XIX. Aunque presumiblemente haya tumbas con lápidas y sin osamentas.
Los huesos son depositados en una especie de osario destinado en la Catedral a ese menester. «Ahora mismo tenemos tres tumbas vacías, así que no se preocupen los señores canónigos si creen que les ha llegado la hora», señala un representante de la Iglesia, no sin un cierto tono irónico.
Uno de los últimos canónigos (le acompañaron Jaime García, Juan José Cebrián y Genaro Cebrián) que cumplieron su deseo de ser inhumados en el claustro fue Jesús Precedo Lafuente. Poco antes de su muerte le justificó a este redactor esa aspiración postrera, también con un toque de humor: «Los que pasen por ahí leerán mi nombre. Se acordarán de mí. Dirán «mira onde está o Precedo. Pensou que non ía morrer e morreu».
Ese recuerdo y reconocimiento, en un eximio escenario, es lo que, de alguna forma, induce a muchos canónigos a querer yacer en el claustro. Pero también, como el prebendado que comentó su deseo de estar cerca de la Virgen, la impresión de sentirse próximo a Dios y a la eternidad. Y hay también canónigos que prefieren una sepultura en su pueblo o en su lugar amado para su reposo definitivo.