La madrugada del sábado al domingo, los relojes se atrasarán una hora. A las tres volverán a ser las dos
21 oct 2015 . Actualizado a las 02:06 h.Cambio de hora este fin de semana. Otra vez. Marcha atrás en las manecillas del reloj. Un hora más de sueño. Pistoletazo de salida a los atardeceres prematuros. ¿Compensa? ¿Es beneficioso? ¿Realmente contribuye, como dicen, al ahorro? Hay dos momentos al año críticos en los que los europeos vuelven, incansables, a poner el tema sobre la mesa. A darle vueltas una y otra vez al ajuste horario. Una, en marzo, con el mes ya enfilado, cuando con el cambio de hora veraniego se sienten en la obligación de adelantar los relojes y perder una hora de su hermoso tiempo. Y otra a finales de octubre, cuando, con la cabeza aún en la arena y los pies ya esquivando charcos, deben atrasar el reloj 60 minutos y, de golpe y porrazo, merendar en plena noche cerrada.
Esta idea peregrina del cambio de hora a quién debemos reprochársela en realidad es a Benjamin Franklin, quien hace cuatrocientos años, tras despertarse en más de una ocasión a las seis de la mañana con el sol en lo alto del cielo durante su época de embajador estadounidense en Francia, decidió que con un pequeño salto temporal el viejo continente dejaría de derrochar absurdamente aceite para iluminar los hogares a media tarde. Su propuesta era sencilla: despertarse antes, acomodarse al ritmo del sol. Dormir durante las horas de oscuridad. Trabajar con la luz diurna. Los mismos derroteros seguía la proposición que presentó el constructor inglés y aficionado al golf William Willet cuando observó que la tarde estival se acaba en medio de un partido de golf, una sugerencia que el astrónomo neozelandés George Vernon Hudson, que empezó a tener antojo de luz cada vez que salía al campo en busca de insectos, hizo oficial dos siglos más tarde.
Los europeos no se tomaron muy en serio la idea de jugar con los tiempos hasta que el hambre comenzó a apretar y el ahorro pasó de ser una opción más a una necesidad. La Primera Guerra Mundial marcó un punto de inflexión en el debate del cambio de hora. Alemania impuso el ajuste y se convirtió en ejemplo de cómo hacer caja adelgazando el número de horas de iluminación artificial. Pronto, sus provisiones de carbón reservadas para la contienda se multiplicaron. Se convirtió en la envidia de los países vecinos. Enseguida siguieron su ejemplo e incluyeron el cambio de hora en sus respectivos planes de austeridad. Pero la guerra acabó y amigo ajuste horario, si te he visto no me acuerdo.
Desde entonces, el currículum de esta polémica medida se ha ido nutriendo de diversas medidas y leyes oficiales que han desembocado en el cambio de hora que tanto nos trastoca hoy en día. En 1918, Estados Unidos dio luz verde a una ley federal que estandarizó los horarios de verano y de invierno. Se acogieron a ella solo los Estados que lo consideraron oportuno. La disposición pasó a ser obligatoria cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. También durante la crisis del petróleo, del 73 al 74. Y en el 2005, se promulgó oficialmente la ley de política energética que obligó a extender el cambio de hora, a partir del 2007. Pero ni siquiera así el mundo consiguió ponerse de acuerdo sobre el afinamiento del reloj.
Los países de la Unión Europea continúan fieles al cambio de hora, mientras que algunas regiones de Estados Unidos -como Arizona y Hawaii- y determinados puntos de Australia y Canadá han optado por prescindir del mareo temporal y conservar las mismas rutinas durante todo el año. Tampoco desplaza agujas China. Ni Japón ni la India. Mucho menos los países de la zona ecuatorial, los que más afinan con el mediodía, tanto que apenas notan diferencia de luz entre el invierno y el verano.
Mientras tanto, los europeos sufriremos este fin de semana una suerte de jet lag, menos violento, eso sí, que el que experimentamos con la llegada primavera, cuando el cambio de hora decide privarnos de 60 minutos. Ahí es nada. Esa hora redonda, que queda en tierra de nadie, que nos sisan de nuestro sagrado tiempo de descanso o del que decidimos dedicar a la jarana, se nos devuelve ahora. El hipotálamo, localizado en la base de nuestro cerebro y encargado de regular el sueño y la vigilia, se verá sometido la noche del sábado a un esfuerzo extra. Más crudo lo tendremos el lunes cuando al salir de trabajar nos topemos con las farolas encendidas. Con la dura realidad. Cuando la nostalgia, la muy cabrita, nos comprima el pecho como un susto. Que viene el invierno. Que en verano el mundo era claro a las diez de la noche. Que los días se deshinchan. Flaquearán hasta diciembre. Le darán mayor protagonismo a las mañanas. Que ni tan mal. Y el domingo, que no se nos olvide, será el único día del año que tendrá 25 horas. Algo habrá que hacer con ese bonus track.