Historia de los niños milagro

Ángel Paniagua Pérez
Ángel Paniagua VIGO / LA VOZ

SOCIEDAD

Eduardo Pérez

Les falla el intestino y muchos necesitan un trasplante de varios órganos. Solo los tratan en La Paz, en Madrid, donde pasan meses o años. Sus padres abandonan su vida y su trabajo. Ellos sonríen.

24 abr 2016 . Actualizado a las 11:04 h.

­Cuando un niño nace, su intestino delgado mide en torno a dos metros y medio. Pocas semanas después de nacer, el intestino de Lara medía 10 centímetros. Hasta esta semana, la sonrisa de la niña torbellino asomaba detrás del pijama blanco de lunares azules del Hospital La Paz, de Madrid. Una sonrisa con sonda nasogástrica y gafas de oxígeno. Han pasado tres años y medio desde aquellos diez centímetros. En realidad, han pasado tres años y medio, un trasplante de cinco órganos digestivos (intestinos delgado y grueso, hígado, páncreas y estómago), 17 operaciones, una eternidad en la uci, muchos pasos adelante y atrás, adelante y atrás, temporadas de 45 fármacos al día, infecciones. Por si fuera poco, ha sufrido también una de las complicaciones más graves que acechan a un trasplantado: la enfermedad de injerto contra huésped. Los restos del sistema inmune aún presentes en los órganos trasplantados la atacaban. Fueron necesarios tres meses en la uci y una terapia radical. Dejó de hablar.

Pero también ha pasado muchos ratos de felicidad. Su familia es de Cesuras. El martes recibió el alta en Madrid y volvió a casa. Está 23 horas al día conectada a una máquina de oxígeno. Pero sonríe, porque estaba deseando pisar su jardín. «Es como si hubiera vuelto a nacer», respira Juanjo, su padre.

El fallo intestinal es un problema poco frecuente. Los casos más graves acaban en el Hospital La Paz, en Madrid. Su unidad de Rehabilitación Intestinal es la referencia para todo el país. «En estos niños es imposible mantener la vida recibiendo alimentación por vía exclusivamente digestiva», explica el jefe de sección de Gastroenterología Pediátrica, Gerardo Prieto. Su equipo es quien los trata. Utilizan varias medidas. La más común es la nutrición parenteral. Como su sistema digestivo falla, no pueden comer; así que se conectan a una máquina que introduce los nutrientes en el pequeño cuerpo a través de una vía que suele estar conectada a una de las venas centrales. Las infecciones son frecuentes.

A veces no llega y hace falta un trasplante de intestino o el multivisceral -el intestino y, al menos, otros dos órganos digestivos-. Es la alternativa más agresiva. «Un trasplante no cura, transforma un enfermo en otro enfermo, con otros riesgos; con medicación de por vida, dependencia del hospital, revisiones...», advierte Prieto. Hay dos casos de fracaso intestinal por cada millón de habitantes y año. Prieto cita estudios europeos que elevan esa tasa hasta ocho. Casi siempre niños. En Galicia serían entre 6 y 24 casos por año.

El de Lara es paradigmático. Cuatro de cada cinco fracasos intestinales se deben al síndrome de intestino corto. La principal causa es la enterocolitis necrotizante: la pared del intestino se muere y hay que cortar. Es más frecuente en los niños prematuros. Como la risueña Lara, que se adelantó nueve semanas.

Crece Josué al lado de su hermano gemelo los días que puede. Son los menos. El 90 % de sus dos años han transcurrido dentro de un hospital. Adrián lo esperaba en casa, reservándole los juguetes. Josué entrenaba la sonrisa. Daimel, siete años mayor, no entendía por qué no llegaba.

Esta semana están los tres en casa y la familia vive una pequeña revolución. Falta de costumbre. Josué se fue al Hospital La Paz con su madre, María, un día de octubre del 2014 y volvió un año y medio después. Los otros dos hermanos esperaban en A Coruña, con su padre, Roberto. Crecían por teléfono.

La de Josué es una historia de idas y venidas. María recuerda cada una de las veces que la llamaron a la uci para pedirle que acudiese corriendo, que no había nada que hacer. Los gemelos habían nacido en enero del 2014. En los primeros quince días de vida, Josué entró tres veces en quirófano por una enfermedad del estómago. Se lo redujeron hasta dejarlo en una minibolsa de 5 mililitros. Era tan pequeño que lo que comía acababa en los pulmones, es decir, broncoaspiraba. Iba y venía. Estaba bien y se ponía mal. Adrián crecía sano.

Se fueron a la unidad de Rehabilitación Intestinal de La Paz. Allí llegan entre 18 y 24 niños cada año. No todos se trasplantan, solo cuatro de cada diez. Con Josué, los médicos lograron evitar el trasplante, aunque está conectado a la máquina de la nutrición parenteral muchas horas al día. Lleva dos años de cirugía, infección, cirugía, prueba, cirugía... Su evolución ha sido lenta. Incluso desde que regresó a A Coruña ha tenido que estar entrando y saliendo del hospital.

Las risas y los bailes de Josué contagian ahora a la familia, que prefiere no pensar mucho en el próximo miércoles, el día en que a María se le acaba el paro. Porque tuvo que dejar el trabajo al irse a Madrid. Su trabajo era su hijo. Pero eso no cotiza. En La Paz se tratan todos los casos de España, pero solo el 20 % son de Madrid. Los padres abandonan todo. Están meses en el hospital y, cuando salen, van y vienen de Madrid constantemente. No hay puesto de trabajo que soporte eso. De las tres historias de este reportaje, solo uno de los seis progenitores pudo retener su trabajo: Juanjo, el padre de Lara, veterinario autónomo.

Y ahí está Nupa, una asociación que crearon tres matrimonios cuyos hijos tenían fallo intestinal. Ahora tienen dos pisos para las familias y una psicológa. Hay doce niños gallegos.

El primero fue Álex Dasilva, un arousano vigoroso de doce años que ya ha pasado por dos trasplantes. El primero fue hace ahora diez años. Le pusieron un intestino. Cada vez que tenía una complicación, se iban a Madrid. Fueron demasiadas. El órgano fracasó. En febrero del 2011, recibió un trasplante multivisceral: intestino, páncreas, estómago, hígado y colon.

Es el hermano mayor de los gallegos con fallo intestinal. Álex empezó a ir al cole este curso. Entró en quinto. Aún no lee ni escribe. Pero sí tiene conocimientos complejos. Sabe cómo funciona una máquina de nutrición parenteral, cuándo debe tomarse alguno de sus 16 medicamentos y es capaz de interpretar si un médico trae buenas o malas noticias. Álex es la prueba de que un niño que ha paseado por el borde y ha echado un vistazo puede volver a hacer vida de niño. Aunque su mirada sea distinta. «Ve la vida en positivo, nunca se queja por nada», dice su madre, la inglesa Elena. Y tal vez sea ese el mayor milagro de los niños milagro. Que no dejan de sonreír.