Taylor Swift retiró la pasada semana toda su discografía de Spotify, reabriendo el debate sobre el negocio de la música en línea. La plataforma destina un 70 % de sus beneficios a la industria; son la productoras las que, posteriormente, entregan cerca de un 10 % a los artistas
13 nov 2014 . Actualizado a las 15:38 h.A Taylor Swift no le dio la gana de compartir su nuevo disco, recién salido del horno, en Spotify. De paso y escogiendo el momento oportuno retiró de la plataforma todo su arsenal de canciones y dejó huérfano de su lírica al servicio de música en línea, que desde hace una semana llora desconsoladamente para que la princesa del country de dudoso abolengo tejano regrese a sus filas.
El movimiento de Swift no debería pillar a nadie por sorpresa. La joven ya había manifestado en varias cabeceras estadounidenses su rechazo a este dispensador de canciones. Ni siquiera es original. Otros como Beyoncé o Bob Dylan ya lo hicieron antes, y muchos prefieren retrasar la entrada de sus discos en la plataforma y darles antes cancha para que suenen primero hasta el hartazgo en las radios. Teniendo en cuenta que la norteamericana ha sido benevolente con otras plataformas gratuitas como Youtube y Grooveshark, que cuentan desde hace días con las flamantes pistas de 1989 en sus canales y bibliotecas musicales, solo hay una explicación posible: la necesidad de hacer ruido.
¿Por qué caprichosamente deja fuera de sus prioridades al servicio de streaming más utilizado en el mundo? ¿No le compensa seguir subida al tren del Spotify o resulta que, simplemente, ya no lo necesita? ¿Se trata de una cuestión de márketing o de principios, como sucede en el caso de los Blak Keys? ¿Pueden sobrevivir hoy en día los artistas de forma independiente, al margen de estas plataformas? Porque una cosa está clara: son muy pocos los que actualmente venden discos.
Nueva economía musical
Sí se llenan salas de conciertos, en los festivales no cabe un alfiler, se compran canciones en iTunes, pero solo una privilegiada casta de artistas son capaces de conseguir que sus seguidores apoquinen 15 euros por disco. Taylor Swift pertenece a este selecto club. En una semana ha conseguido vender más de 1,3 millones de copias de su nuevo álbum. Un torbellino de tales dimensiones puede permitirse dejar plantado a Spotify y a quien le de la real gana y luego regresar, como si nada hubiese pasado. Pero su apabullante repercusión tiene un lado menos amable: cada uno de sus movimientos en la industria -y de los de Beyoncé, y de los de Dylan- se convierte inmediatamente en tema de debate. Desde la semana pasada, medio mundo se replantea el modelo de negocio del streaming. Pocos saben realmente cómo funciona, de dónde saca tajada Spotify, cómo se benefician los artistas de esta «nueva economía musical» ni que, en Europa, los artistas ingresan más por derechos de autor de este servicio que por las descargas en la tienda musical de Apple.
Spotify tiene acuerdos locales con las principales discográficas y otros muchos con sellos independientes, que hacen que su repertorio supere los 20 millones de canciones. El año pasado, cansada de las críticas de ciertos artistas, la compañía incluyó en su página web una nueva pestaña -Spotify For Artists- para explicar su relación con los músicos. «Publicamos contenido útil para los artistas y desde aquí se pueden consultar guías que explican cómo Spotify contribuye al negocio de la música, acceder a casos de éxito o, por ejemplo, informarse sobre qué es lo que hay que hacer para promocionar el perfil de artista», explica Javier Gayoso, director de Spotify en España.
Del total de sus ingresos, que proceden de la publicidad (los usuarios con cuenta Free no pagan y a cambio «soportan» anuncios entre canción y canción) y de las suscripciones (los Premium ingresan una cuota mensual y acceden ilimitadamente y sin interrupciones a toda la música), la firma destina el 70 % a los dueños de los derechos de las canciones: discográficas, distribuidoras, sociedades de autores... Son ellos los que luego entregan aproximadamente un 10 % a los músicos. «Desde su lanzamiento en Suecia en el 2008, Spotify ha proporcionado más de dos mil millones de dólares de EE.UU. para los propietarios de derechos -detalla Gayoso-. Es ya la segunda mayor fuente de ingresos en música digital para discográficas en Europa».
¿Compensa o no?
Pero concretemos más. Spotify paga a los músicos entre 0,006 y 0,0084 dólares por reproducción de canción. Un disco de un grupo relativamente independiente se lleva al mes, aproximadamente, unos 3.300 dólares y un álbum de éxito mundial, 425.000. Y a medida que aumenten sus fieles, repiten a menudo, se incrementará la cifra. Desde la plataforma, que cuenta con más de 40 usuarios activos, mantienen que su servicio supone, además, un altavoz para que todos los fans de un grupo o un solista les escuchen, incluyan sus canciones en listas de reproducción, las compartan, las difundan y, así, estrechen relación entre fan y artista. «Es una manera de promocionarse excepcional», insisten.
Los convencidos
Otras bandas lo tienen mucho más claro. Se encuentran en el polo opuesto de los renegados. Dejan en manos de Spotify la gestión de su éxito venidero, encomendándose sin remilgos al streaming y a su capacidad de difusión. La formación inglesa Alt-J estrenó su último disco en exclusiva en esta plataforma, una semana antes de que llegase a los canales de venta habituales. Otros artistas lanzan sus primeros sencillos a través de Spotify, como recientemente acaba de hacer Pink Floyd, y algunos grupos graban sesiones exclusivas para el servicio, acústicos o directos a los que solo se puede acceder a través de esta vía.
Esta nueva realidad está resultando, sin embargo, difícil de digerir. Curiosamente, millones de visitas en Youtube constituyen un extraordinario éxito promocional, capaz de disparar un nombre del anonimato al podio de la popularidad, mientras que millones de reproducciones de una canción en Spotify se entienden, directamente, como pérdidas económicas.