Cuando empezó la crisis en el 2008, los aficionados a la economía se dividieron en dos ramas. Por un lado, los keynesianos pedían a gritos que el Gobierno inyectase miles de millones en obras y proyectos para generar empleo y estimular el consumo. Por otro, los neoliberales exigieron atajar el déficit por lo sano con recetas de austeridad, sobre todo ahorrando en gastos sociales. El alcalde de Vigo reaccionó como un buen keynesiano e invirtió en obras del llamado Plan E para humanizar las calles con la idea de generar empleo. Salió como salió pero la intención era buena. Si se hubiese subido a un helicóptero y lanzase billetes de 500 euros del Plan E a los peatones de la calle Príncipe, el resultado habría sido seguramente el mismo. Pero en eso se basan las recetas de Keynes, en redistribuir dinero público a mansalva, da igual a quién.
Cinco años después, el alcalde keynesiano ha mutado en un despiadado ultraliberal que compite con la Xunta en ver quién da el mayor tijeretazo a gastos sociales. En solo un mes ha dado varios palos a los servicios a la comunidad, algo que a cualquiera le remordería la conciencia. A los toxicómanos les ha quitado el local de Sereos, un techo donde podían tomar una taza de café caliente o un bocadillo, un pequeño detalle que les aliviaba en su dura vida en la calle o la marginalidad, donde no están por gusto. El más reciente tijeretazo va a ser a la Biblioteca Central, como si Vigo estuviese sobrado de libros. Da tristeza ver cómo otros ayuntamientos de Galicia más competitivos se las han ingeniado para montar modernas bibliotecas de barrio dotadas de adelantos multimedia de vídeos, televisiones de plasma, sofás y miles de libros. La cosa va a peor y cualquier día una mendiga se acercará al alcalde y le pedirá una limosna para comprar leche para su hijo. A mí me pasó dos veces, una en el pobre Nepal y otra, hace poco.
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