En un reciente congreso de conserveros en Vigo, el alcalde de la ciudad dijo en su discurso que uno de los libros más importantes que había leído era Principios de economía política y tributación, de David Ricardo. Aunque han pasado casi dos siglos, el mensaje de este sefardita de origen portugués sigue más vigente que nunca. La globalización se basa en su principio de ventaja comparativa. En 1817, argumentó que si Portugal embotella el vino más barato que Inglaterra y Londres vende telas a mejor precio, lo lógico es que cada uno se especialice en lo que mejor sabe hacer. Hoy, Oporto tiene bodegas y Manchester telares. Esta doctrina explica por qué miles de agricultores vigueses emigraron a América en el siglo XIX: el barato cereal argentino arruinó a los campesinos gallegos, polacos o suecos, que se reconvirtieron en obreros.
En el siglo XXI, volvemos al mismo escenario. China fabrica cosas más baratas, la producción se deslocaliza, las industrias quiebran y los jóvenes de Vigo emigran. Pero también hay oportunidades de negocio en este mundo en cambio. Un ejemplo son las impresoras en 3-D, capaces de fabricar esculturas, juguetes, pizzas o repostería. Algunas solo cuestan 1.000 euros. La prueba es que la Universidade de Vigo fabricó un satélite artificial tras imprimir en su laboratorio las piezas en 3-D. Le salió muy barato. Hoy en día, un niño vigués puede imprimir en casa su propio coche de juguete, armarlo y pintarlo a coste cero. Es cuestión de tiempo que las empresas monten fábricas dotadas de impresoras 3-D de gran tamaño que hagan solas coches, barcos o lo que sea. Para el pequeño emprendedor de Vigo que quiera competir, una línea de negocio está en diseñar objetos listos para descargar por Internet e imprimirlos en el hogar o el taller. Por eso, la Universidade de Vigo debería apostar a tope por el 3-D y no quedar descolgada si piensa en el futuro de sus alumnos.
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