Una familia de Teis vive una historia navideña con final tan inesperado como divertido y con lección práctica para el protagonista principal
28 dic 2014 . Actualizado a las 05:00 h.Nuestro protagonista de hoy es pequeño y se llama Nicolás, pero no es el que ustedes están pensando. Nuestro petit Nicolás es un niño vigués, de Teis y de la quinta del 2003. El padre de nuestro protagonista trabaja en arquitectura (no daremos más pistas) y un cliente, al que realizó un excelente trabajo, aprovecha las fechas señaladas para hacerle un regalo especial. El cliente llega con una caja de poliexpán, y dentro una pareja de hermosos y enormes bogavantes, vivitos y coleando.
Ante semejante sorpresa se cambian inmediatamente los planes para el menú de la cena de Nochebuena: «Toca arroz con bogavante, para chuparse los dedos y lamer los platos». Los invitados reciben el anuncio con lágrimas de alegría y se preparan para la ingesta nocturna que promete ser memorable. Y lo será.
Estamos a media mañana del día 24 de diciembre. Nicolás llega a casa y se queda fascinado con los crustáceos. El niño, así lo educaron, ama a los animales y se queda de cartón piedra cuando le explican que esa noche los simpáticos bichitos van a ser cocidos vivos. El caso es que al chaval el asunto de la ejecución a fuego lento de los bogavantes no le convence y su mente empieza a moverse a velocidad de centrifugadora. Se masca la tragedia. Comienza la planificación estratégica de la operación que incluye, aquí va una pista, consultar la tabla de mareas. En estas estamos cuando comienza la elaboración de la cena, con tiempo, y la madre de Nicolás decide meter los bogavantes en la perola. Agarra la caja que contiene (a estas alturas ya podemos adelantar que contenía) los bichos y le sorprende el peso, concretamente la falta del mismo. Abre la tapa y confirma sus oscuros presagios: está vacía. La primera hipótesis apunta a una fuga de los bichos.
Inmediatamente se organiza un operativo de búsqueda en casa que incluye desplazamiento de muebles y electrodomésticos. El despliegue de captura se salda con resultado negativo. En casa se instala el misterio y la desesperación, pues apenas faltan unas horas para la cena de Nochebuena.
Ajeno al dramático zafarrancho que se está montando en su domicilio en ese momento, Nicolás llega a la playa de A Punta, en Teis. En sus manos una bolsa en cuyo interior hay movimiento. No me digan que no se lo están viendo venir.
Efectivamente en el interior de la bolsa están los bogavantes.
Nuestro héroe, confirmando la perniciosa influencia del cine, se está montando su particular Liberad a Willy y sin más ceremonia libera a los bogavantes en la orilla, momento en el que cae en la cuenta de que para evitar peleas los bichos se venden con unas gomas en las tenazas que impiden su apertura.
Nicolás, que no es experto en biología marina -apenas ha cumplido los 11 años- pero tiene algo de instinto, deduce que los crustáceos lo van a tener difícil en su medio natural con ese impedimento y se mete al agua para soltarles las gomas en cuestión, con la consiguiente mojadura.
Los bogavantes, que apenas llevan unos segundos de vuelta al mar, no están por la labor de regresar al cautiverio y deciden vender cara su vida. «Nos matarán, pero antes nos llevamos a este por delante», se dicen, suponemos, y se ponen tenazas a la obra. Nicolás consigue soltarles las gomas pero le dejan las manos como un colador.
Los bogavantes se sumergen en la ría y desaparecen por el Atlántico en general. Nuestro ecologista radical, valga la redundancia, regresa a casa chorreando, con las manos hechas un cristo, y con la satisfacción del deber cumplido, pero su plan perfecto no incluye construir una coartada convincente. Al llegar a casa se encuentra con la mirada feroz de sus padres y empieza a pensar que quizás su genial iniciativa no va a merecer precisamente una cerrada ovación.
Aguanta el primer interrogatorio como un campeón, sin arrugarse, negando los hechos que se le imputan. Los pantalones empapados, la arena de playa en la ropa y sus tartamudeos mientras se sonroja como un pimiento del piquillo no aportan mucho a la credibilidad de su defensa (por no mencionar las manos hechas un cromo), pero en el fondo no dejan de ser pruebas circunstanciales. Ante tales evidencias el interrogatorio aumenta de intensidad y Nicolás se derrumba, cede a las presiones y canta como una alondra.
Convertido ya en convicto y confeso aguarda con resignación su sentencia. El tribunal popular constituido de urgencia, porque la noticia vuela, baraja distintas posibilidades, entre las que en algún momento se menciona la pena de muerte conmutable por cadena perpetua. Entre el jurado convocado se produce algún pronunciamiento favorable a la absolución sin cargos, aunque en rigor debemos decir en detrimento de la imparcialidad del jurado que las voces que piden la absolución no estaban invitadas a la cena. Finalmente le salva el pellejo el atenuante navideño, ya saben, paz, amor, buenos sentimientos y todo eso.
La pena impuesta se queda en sanción económica. Tiene que entregar sus ahorros a un grupo ecologista y así, empezando por el final, conocimos en Amigos da Terra esta historia. En la organización concluimos que el asunto se resolviera a pachas: aceptamos el dinero, que inmediatamente reintegramos al delincuente. De alguna forma el reo cumplió su condena y nuestro grupo se queda sin la pasta pero con la conciencia tranquila. Que quieren que les diga... hoy es 28 de diciembre y reconozcamos que el muchacho promete.