El trayecto, de tierra, es apto para todos los públicos y tiene tan solo una pequeña subida justo al final
01 nov 2009 . Actualizado a las 14:00 h.Fue Luis Celeiro, a la sazón jefe de prensa de la Universidade de Santiago de Compostela, el que hace una década logró complicar la cosa de tal manera que todos los participantes en un congreso de periodistas sobre el Camino de Santiago acabaron en Renche moliendo el grano y llevándose a casa un saquito -cuñado con el logotipo de la asociación convocante de dicho congreso- de harina.
La idea pareció algo descabellada en principio, sobre todo teniendo en cuenta que era noviembre, días cortos, probabilidad de lluvia, algo de barro debería de haber y, además, el tal Celeiro había rechazado de plano el llegarse en autobús o cualquier otro vehículo motorizado y prácticamente obligó a aparcar en San Cristovo do Real, lugar emblemático dentro del Camino a Santiago, el Francés, el más concurrido. Pero a dos kilómetros de Renche. Para ser sinceros, el Camino Francés no pasaba por ahí, sino que en Triacastela se bifurca y la rama principal va monte arriba y monte abajo hasta Sarria. Y cerca de Sarria va a desembocar la rama secundaria, la de San Cristovo do Real, pero esta tiene la particularidad de que pasa por tierras de Samos. O dicho de otra manera, ante las puertas del impresionante monasterio de Samos. Palabras mayores hoy en día, pero palabras preocupantes en otros tiempos. Porque consta en la tradición oral que los enemigos de los peregrinos eran tres: los ladrones, las llagas, y los curas y monjes.
Exagerado, quizás, pero no había mucha gente dispuesta a ir dando limosna cuando ya llevaba dos o tres meses de viaje. E injusto, porque las comunidades religiosas fueron las que estructuraron el Camino. Pero fuese como fuese, el caso es que el mencionado jefe de prensa puso a las cinco decenas de congresistas en fila india y, tras invitar a un café en el único establecimiento que existe en la aldea, se internó cual jefe de comando entre las venerables casas de piedra con tejado de pizarra. O sea, en el siglo XIX. Y el personal miró, se admiró y gozó de estar allí. Y eso era solo el comienzo porque, tras cruzar el río, los curiosos e improvisados peregrinos -que una hora antes ignoraban por completo que iban a serlo- enfilaron el Camino de Santiago, ancho, saturado de vegetación autóctona, el río a la izquierda, arboleda por todas partes? Y, en verdad, disfrutaron como niños. Esos dos maravillosos kilómetros los recorrieron en un tiempo récord: casi hora y media. No porque no se hagan en 30 minutos sin esforzarse mucho, sino porque uno paraba aquí, otro fotografiaba allá, el tercero preguntaba cómo se nombraba en gallego aquel árbol, la del fondo tomaba notas de todo, alguien se paró a escribir su peculiar diario de peregrino? En fin, cosas del pasado. ¿O del presente? Porque en este caso el corolario no es cualquier tiempo pasado fue mejor, sino que hoy, exactamente igual que hace una década, exactamente igual que hace mil años, el Camino Francés se presenta impoluto, magnífico, bonito.
Un pequeño milagro en esta Galicia donde el destrozo resulta rutina diaria.