Cuando Vigo viajaba en diligencia-

VIGO

14 jul 2009 . Actualizado a las 11:39 h.

Para viajes de verano, nada como la diligencia. Al menos, era éste el mejor medio de transporte en Vigo a mediados del siglo XIX. Los vigueses acudían a las cocheras de José Herrador, en la actual confluencia entre Urzaiz y Manuel Núñez, para comprar billetes en landó, berlina o cesto, que comunicaban la ciudad con el mundo. En 1857, tenía su salida desde la posada La Vizcaína la diligencia de largo recorrido hacia Tui, llamada «del Miño», mientras que, en la Alameda, en la posada El águila de oro, hacían parada los que comunicaban con Pontevedra, Caldas de Reis, Padrón y Santiago.

Los viajes de aquellos veranos se hacían eternos. Las diligencias rara vez superaban los 25 kilómetros por hora, e invertían todo un día en alcanzar Santiago, cubriendo diferentes paradas por los caminos «carreteros», que eran las autopistas de la época, en contraposición con los «de herradura», solo transitables a pie o a caballo.

Los precios del billete no eran baratos. En 1861, viajar a Pontevedra costaba seis pesetas en Berlina y cuatro en Cupé. A Santiago, donde se enlazaba con las líneas de diligencia a Coruña y Ferrol, el precio oscilaba entre los 46 y los 66 reales, que equivaldrían a entre 11 y 16 de las posteriores pesetas, ya que esta unidad monetaria no nacería hasta siete años más tarde, en 1868.

El coche de caballos sería el principal medio de transporte en los veranos del siglo XIX, pues el ferrocarril no llegaría a Vigo hasta 1881, con la inauguración de la línea con Ourense. Vigo viajaba en diligencia, aún cuando ya en el mundo occidental el tren era la gran revolución. De hecho, mientras los vigueses tomaban la berlina en la cochera de Bao, en la Porta do Sol, se inauguraba en Estados Unidos el primer tren transcontinental.

En la era previa al automóvil, Vigo aun dispondría de otro peculiar sistema de transporte, un híbrido entre la carreta y la locomotora. Lo creó el incansable inventor Antonio Sanjurjo Badía, quien a principios del siglo XX abrió una línea con Santiago con colectivos movidos con máquinas de vapor. Pilas de leña distribuidas en puntos estratégicos a lo largo del recorrido eran el combustible. A decir del escritor Amador Montenegro, que es quien cuenta esta anécdota, el trayecto resultaba emocionante, porque «el servicio era regular y con buenos horarios, pero la falta de elasticidad de las direcciones, los neumáticos macizos y la falta de práctica, hacían que no pocas veces visitaran los prados lindantes».

-