El secreto de unos callos con garbanzos
Arousa
El bar Campos consigue el primer Solete de la guía Repsol a un negocio de Vilagarcía
17 Nov 2024. Actualizado a las 05:00 h.
Pampín sí que sabía. Pampín, quiosquero del Callejón del Viento con quien iba a tomar los callos al bar Campos, al templo vilagarciano de los callos con garbanzos, donde se servían y se sirven con muchos tropezones, con la salsa espesa y bien ligada y las legumbres en su punto de blandura. Un domingo de marzo de 1991, contaba un servidor en El Callejón del Viento: «Pampín toma los callos como los debe tomar un vilagarciano fetén, o sea, los martes y los sábados, a eso de las once, en la barra de toda la vida, con un ribeiro, con confianza y con pan».
Los callos no han tenido nunca buena prensa. Covarrubias, allá por 1611, escribía en su Tesoro que los callos «para la gente grosera son un goloso bocado». Antes, en 1599, Mateo Alemán hace decir a su Guzmán de Alfarache que los callos le olían a olla podrida y cuando Julio Escobar escribe en 1965 su Itinerarios por las cocinas y las bodegas de Castilla, argumenta que los callos son «un plato tabernario o de figón, pero no de bares y cafeterías». «Tomo un barquito, lo justo para engañar el hambre», me explicaba mi quiosquero, que era hombre de bares, no de cafeterías, de bares y de callos con garbanzos… ¡Ay, el garbanzo! Otro producto desterrado de la finura. Lo resume Clarín en La Regenta cuando Visita, uno de sus personajes, aclara: «La de Páez no come garbanzos porque no es romántico».
Y ahí están, tabernarios y poco románticos, haciendo en 1991 que Pampín y un servidor fuéramos felices. Lo contábamos en aquel Callejón del Viento tan garbancero: «Con Pampín disfrutando y comiendo despojos con legumbres cerca del ayuntamiento, en un bar castizo con carteles de equipos de fútbol y ventanilla para hacer apuestas mutuas y echar bonolotos, con Pampín untando el pan en la salsa del barquito y mirando los árboles de la plaza de Ravella, que quieren brotar ya».
Aquel marzo del 91, hacía 10 años que se había inaugurado el bar Campos. Lo contaba Serxio González esta semana en La Voz: «Comenzó su andadura en 1981, recogiendo el legado del bar Jardín que los suegros de Carmela regentaron durante veinte años en Ravella». El compañero le da la razón a Julio Escobar: «Aunque Carmela Castro se maneja con soltura entre fogones, nunca ha sido esta una casa de comidas, sino una taberna».
Manuel Campos
Este bar, más de Vilagarcía que el Obelisco, tomó su nombre de Manuel Campos, un señor, un profesional eficaz amigo de Pampín, una de esas personas que si te trataban con una pizca de familiaridad era como si certificaran tu carné de vilagarciano. Manuel ya no está, pero ahí siguen su esposa, Carmela, levantándose cada martes y sábado a las seis de la mañana para que los callos estén en su punto, y su hija Nati. Las dos al frente del bar Campos y las dos orgullosas, seguro, porque la guía Repsol acaba de conceder a su bar-taberna-refugio-hogar de todos los vilagarcianos el primer solete que se otorga a un local de nuestra ciudad.
¡Ya era hora! Hasta la semana pasada, en la más prestigiosa de las guías españolas, teníamos al restaurante O Loxe Mareiro con un sol y al D’leria con un Recomendado. Pero lo que nos emociona es el reconocimiento que supone para nuestro bar Campos este Solete con Solera. La web de la Guía Repsol resume en dos frases los 43 años del Campos: «La típica tasca de barrio en la que sellar la Primitiva y tomar un pincho de cortesía de comida casera. Hace décadas que convirtieron los callos de martes y sábado en una tradición».
En su obra Liturgia de la mesa en Europa. Una historia cultural del comer y del beber, Leo Moulin, sabio entre los sabios, asegura que las mujeres detestan los callos salvo si han nacido en Caen, Oporto, Lyon, Florencia o Madrid, ciudades donde los callos son plato tradicional. Yo añadiría Vilagarcía, donde no nos llaman tripeiros como a los de Oporto, pero somos tan comedores de callos como los vecinos portugueses, que, en 1415, como Enrique el Navegante había requisado toda la carne disponible en Oporto, salvo los callos, para alimentar a las tripulaciones de sus barcos, los portuenses hicieron de la necesidad virtud, se esmeraron en su preparación y desde entonces son conocidos popularmente como tripeiros.
Carmela Castro confiesa en La Voz la receta de los callos del Campos, pero no desvela un secreto. En Carmencita o la buena cocinera, un libro de 1899, Eladia Martorell recoge la receta de los callos a la gitana y cien años después, Araceli Filgueira, en el primer recetario exclusivamente gallego, con prólogo de Cunqueiro y apéndice bibliográfico de Antonio Odriozola, detalla los callos a la gallega. Las tres recetas llevan callos y garbanzos. Coinciden en la cebolla, el ajo, el pimentón, el jamón, el chorizo y el tocino. El secreto de Carmela puede estar en las especias que revela Eladia (azafrán y cilantro) o en las que precisa Araceli (clavo y comino). Pero todo eso da lo mismo. Lo importante es que los callos de Carmela tienen solete y solera, son de confianza y da gusto recordar a Pampín y a Manuel untando el pan en su salsa.