La Voz de Galicia

En memoria de Manuel Romero

Ribeira

Gonzalo Trasbach

08 Mar 2020. Actualizado a las 05:00 h.

matalobos

Jueves, 27 de febrero. Rematas los flecos pendientes en la viña de Lara. Es media tarde y enfilas por la autovía camino de Ribeira. Es tu segundo intento para poder presenciar Mis etapas, exposición retrospectiva de la obra de Manuel Romero (Noia, 22 de noviembre, 1943-A Coruña, 15 de febrero, 2020), que alberga el Centro Cultural Lustres Rivas, un total de 23 cuadros, tres esculturas y varios poemas, y que se clausura hoy.

 

No hay nadie en la sala. Adentro, un silencio casi absoluto. Afuera, las nubes cubren un escenario marino poblado de gaviotas chillando, gimiendo, mientras el atardecer desciende sobre el puerto. Te sientas en un banco. Contemplas los cuadros. El silencio que reina en la sala es como el silencio que emana de los rostros femeninos y masculinos (Young girl, Rostro de muller, Campesiña, Old man, Autorretrato...) o como el que alienta en las cosas (Brokyn bridge, Botíns en vermello...), cuando se las deja ser, amándolas en su caer. Por eso cada una de las piezas allí expuestas tienen una personalidad propia inagotable, como cada uno de los espectadores que ha pasado por la galería ribeirense durante estos dos meses.

 

 

 

 

 

 

 

Después de un primer recorrido por la sala, te preguntas, por ejemplo, ¿de qué nos hablan esos rostros como un poco desfigurados, como si fuesen de cera, de una cera que se está derritiendo por el calor que hace en el recinto o por el invisible fuego que desprenden los mismos lienzos? ¿Tal vez de unos espectros deformados y presentes en todas las formas, algo que siempre recoge el arte en cada ente u objeto? De hecho, podríamos decir que de Constable a Twomby, de Murillo a Morandi, ¿no se refleja una enigmática personalidad que reaparece en cada jarrón, en cada hilo de gotas que parecen resbalar sobre el rostro de Campesiña o sobre Rostro de muller?

 

 

Buceando en el inmenso silencio de las obras, se te ocurre pensar: ¿qué pasaría si súbitamente se apagasen todas las luces y quedaras a oscuras contemplando los cuadros? Y entonces sentiste como una especie de terror te iba subiendo por el cuerpo, una especie de terror que nos producen ciertos objetos cuando en nuestras habitaciones no logramos conciliar bien el sueño. En esos instantes de soledad, de incertidumbre, de figuras indefinidas que genera o provoca esa sombra animada que sobrepuja en lo real. En ese momento te pareció que todo se movía: la tarde, los bancos, el atril donde reposa el libro con las firmas de los visitantes, hasta el cadáver del padre de un vecino que viste por la mañana en el tanatorio. Fue en ese trance cuando escuchaste el murmullo de las obras, ese murmullo que Rulfo dice se encuentra en cualquier sitio, aunque no se llame Comala.

Y esto ocurre así, porque tanto el tiempo muerto como los espacios que no llena el ruido del espectáculo informativo o del entretenimiento, nos asustan, tanto como cuando la dama de la noche se acerca con su velo negro como el carbón. Las obras cuelgan solitarias, mudas. A veces incluso parece que emitan un leve tartamudeo. Y las vemos como tristes, abandonadas, mas nos lo parece porque nos dejan desamparados ante la enorme multitud de ecos que nos evocan, ecos que vienen a recordarnos de dónde venimos, ecos del silencio que recorre el mundo sin dormir, y la contemplación nos hace sentir el ahistórico latido de todos y cada uno de los corazones..., latido que siempre retorna bajo todas y cada una de las capas que cubren cada una de las épocas de nuestra existencia.


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