Amy Halpern: «El cine puede dar placer sensorial y eso es algo que no te pueden quitar, ni siquiera en la cárcel»
A Coruña
La maestra del cine abstracto ha recibido el homenaje del festival (S8) de A Coruña, que dedicó un programa doble a sus obras, colmadas de sentido político
04 Jun 2022. Actualizado a las 05:00 h.
El patio de juegos de Amy Halpern y su hermana fueron las salas del Metropolitan y del MoMA. Su madre, neoyorquina del Bronx con ascendentes rusos, acostumbraba a llevarlas a los museos, invitaba a cada una a escoger una obra, les daba una botellita y las dejaba sin más. «No nos decía cómo mirar, pero la cuestión era que estábamos mirando siempre», recuerda la cineasta, maestra del cine abstracto, cercana, alegre y enérgica, invitada por el festival (S8) a un programa doble sobre su obra, que esta tarde termina en la nave del muelle de Batería de A Coruña.
—Con esa educación artística, su conocimiento musical, de la danza, literario, ¿qué vio en el cine para quedarse con él?
—Movimiento. Y tiempo, partes de tiempo. También amo el grano de la película porque me interesa mucho la luz. Ondas y partículas. La teoría de física cuántica se conjuga en el cine, porque la luz son ondas, y el grano, partículas.
—¿Eso la llevó al cine abstracto?
—Mi padre amaba el cine, todo el cine, era publicista en Universal Films. Yo tuve la suerte de ir a la universidad de Binghamton y encontrar a Larry Gottheim y Ken Jacobs, aunque también estudiaba allí Nicholas Ray, que era más narrativo. En aquel momento todo el mundo importante hacía películas experimentales, Hollis Frampton, Peter Kubelka, Stan Brakhage... Yo pensaba que en pintura, escultura o literatura todo estaba hecho, pero a través de los maestros descubrí que este cine era un arte joven. A mí no me interesan los diálogos o la historia. Creo que es algo parecido a cuando escucho música. Siento la armonía, no las letras ni la melodía.
—Su cine es muy político y a la vez muy físico, como un estudio del propio medio cinematográfico. ¿Qué relación guardan entre sí?
—Es correcto, es un conjunto. Me dedico a aprender y enseñar maneras de liberarse mentalmente de la opresión, porque las películas pueden proporcionar placer a través de lo sensorial y eso es algo que no te puede quitar nadie, ni siquiera si te meten en la cárcel.
—¿En qué momento decidió seguir su camino, aunque no tuviera eco?
—Yo bailaba en una compañía y era una mujer feroz, me movía sin afectación. El trabajo tiene que salir de ti de manera auténtica, no estar hecho para complacer a nadie ni para ganar dinero. Era buena en el instituto y a los 16 años fui a la universidad. Era una virgen ardiente [ríe a carcajadas], muy feroz, sin contactos pero con las ideas claras, nada relajada, nada sociable, con una sinceridad brutal. No sabía cómo hablar. Le preguntaba a mi hermana pequeña cómo hablaba ella con la gente, qué les decía. Tampoco la mayor parte de las personas cuando te preguntan cómo estás quieren saber la verdad.
—¿Le pesaba la influencia de los maestros de Binghamton?
—No soporto la opresión, también gracias a mis padres, porque los dos eran newyorkers, abiertos, como sus amigos, había algunas parejas gays, era algo normal. Yo no quería hacer películas en una situación cultivada [describe un invernadero con las manos]. Empecé a hacerlas con la inspiración de los maestros pero nunca quise complacerlos. Con mis compañeros no tenía comunicación porque no tenía habilidades sociales, pero con los profesores la relación era muy cercana. Después dejé Binghamton, volví a Nueva York y empecé a trabajar como mecanógrafa. Cuando cuatro años después volvieron algunos compañeros que se habían graduado fundamos el Collective for Living Cinema, en el que proyectábamos películas pero de otros. No éramos oportunistas, en dos años solo hicimos una proyección que incluía películas mías y de Ken Jacobs.
—Y se marcha a Los Ángeles, ¿que papel jugó Hollywood?
—Yo soy de Nueva York, vas andando a todas partes, ves a todo el mundo en la calle. Los Ángeles no es una ciudad, vivo allí, es un lugar pervertido, segregado, no tocas a nadie, no encuentras a nadie, siempre vas en coche. Pero en Nueva York no encontraba quién me diera una cámara, luces, equipos, trabajaba de secretaria a tiempo completo. Me admitieron en la NYU Tisch School of the Arts, pero cuando les pregunté cómo podía pedir una beca me dijeron que era tarde. Exploté. ¿Me dices a la vez que puedo entrar y es tarde? Me puse loca, quería matar. Hablé con mi padre y me dijo que el UCLA era más barato. Y me fui. Podía hablar de Dante con el profesor, pero nadie era interesante en películas abstractas. Entonces empecé a trabajar con Charles Burnett, Chick Strand, Bill Moritz, Pat O’Neill, pedía permiso y trabajaba con las luces en Hollywood. Mis compañeros no me interesaban, tampoco lo que se enseñaba en la escuela, los diálogos, la narracíón, la dirección. Me interesaba cómo llenar una calle con una luz y cómo subirse a un sitio para colocarla. Era mi trabajo como jefa de eléctricos y me hizo ser mucho más ambiciosa en mis propias películas.
—En un viaje a Galicia hace unos años, Charles Burnett decía que en Estados Unidos hay blancos que nunca irían a ver una película en la que sale un negro.
—Charles Burnett es maravilloso. Es como él dice y es increíble. Si eres americano y te gusta la música, por ejemplo, lo que tienes que hacer es centrarte en el jazz porque ahí es donde está todo, pero el jazz es una música negra, así que te pierdes el jazz y te pierdes todo.
—¿El cine experimental está concebido para minorías?
—Ojalá más gente lo vea. Yo no tengo distribución, solo en San Francisco y Nueva York. No tengo apoyo, ninguno. Pago mis filmes con mis manos y enseñando en universidades. Una de las películas que va a mostrar el festival, Falling Lessons [se proyectó el viernes], es un largometraje que yo confiaba que alguien mostrara, pero casi nadie lo hizo. Esta es la primera vez en Europa. Por eso tomé la decisión de callarme, dañando mi propia piel, y seguir haciendo mis cosas sin pensar nada más. Solo la mandé al festival de Berlín una vez.
—¿Fue seleccionada?
—Fue una herida. El año anterior se había mostrado una película de Pat O’Neill, con el que he colaborado, y pensé que podría haber una recepción adecuada. Podías mandar un VHS o una copia. El VHS no se veía bien así que mandé la única copia que tenía. No me la devolvieron y tampoco me dieron ningún feedback. Solo mucho tiempo después recibí un aviso para retirar la película de la aduana. Tuve que pagar por sacarla y nunca tuve evidencias de si la habían visto o no. Fue algo muy duro y decidí seguir adelante de otra manera. Con el tiempo, fui de visita a Damasco y mostramos la película. Al enseñarla a público adulto, los primeros quince minutos los desperdiciaron preguntando qué tipo de película estaban viendo y qué era lo que estaba pasando, con resistencia. Cuando la enseñamos a niños, que no hablaban inglés, aunque el lenguaje tampoco es importante en esta película, ellos fueron capaces de absorberla y de entender lo que estaba passando. En ese momento me di cuenta de que estaba en lo correcto y lo que estaba haciendo era importante.