Herta Müller gana el Nobel por su retrato del totalitarismo comunista
Cultura
«La literatura siempre viaja hasta donde están las taras de una persona», explicó ayer la escritora en Berlín
09 Oct 2009. Actualizado a las 09:19 h.
La voz de las víctimas de los estados totalitarios y de los sufrimientos de las minorías alemanas en Centroeuropa, Herta Müller, se convirtió ayer en premio Nobel de Literatura 2009. Diez años después de Günter Grass, el máximo galardón literario vuelve así a Alemania. La autora rumano-germano, de 56 años, totalmente cohibida por las cámaras y el aluvión de periodistas que habían acudido a su primera conferencia de prensa improvisada en Berlín, donde reside desde hace más de veinte años, confesó no poder creerlo aún y a duras penas hablar de ello. «No soy yo, son mis libros, que una vez que están terminados ya no son mi persona», explicó la enjuta y pequeña escritora, que asegura que necesita «tiempo hasta poder hablar del premio».
Pero y tanto que son su persona, son la obra de alguien que sufrió durante más de 30 años la represión y la censura del régimen comunista de Nicolae Ceaucescu, y que se exilió en la Alemania Occidental precisamente dos años antes de que fuera ejecutado. «La literatura siempre viaja hasta donde están las taras de una persona», confesó la autora de El hombre es un gran faisán en el mundo o La piel del zorro , obras que giran única y exclusivamente en torno a los sufrimientos de las víctimas de los totalitarismos. «¿Cómo se llega hasta una situación en la que un puñado de poderosos se arrogan un país y convierte al estado en el todopoderoso?», volvía a preguntarse ayer la galardonada, que recordaba no ser la única autora «que no elige sus temas, sino que le vienen impuestos».
Precisamente su capacidad para dibujar «el paisaje de los desposeídos» le ha valido el máximo galardón de las letras a esta mujer que nació en 1953 en Nytzkidorf, un pueblecito del suroeste rumano, de la región germanohablante del Banat, y que no aprendería la lengua del país hasta los quince años, en la escuela. Y que se siente «ambas cosas [rumana y alemana] o ninguna», pero que en cualquier caso tiene mucho que agradecer al país que la recibió con 34 años. «Por fin pude respirar», dice recordando 1987, el año en que ella y el que entonces era su marido solicitaron un visado de salida y viajaron a Berlín occidental, donde vive desde entonces. «Aquí me siento libre porque conozco las diferencias», dice y recuerda con emoción el miedo que sentía «todas las mañanas, de no llegar con vida al final del día», por temor a que volvieran a registrar su vivienda.
Su primer libro de cuentos, En tierras bajas ( Niederungen ), que en su propio país solo vio la luz con recortes tras pasar por manos de la censura, encontró el camino al exterior de forma clandestina, y se convirtió en un éxito de la crítica en Alemania, en 1984. Recibió el Premio Aspekte, al mejor debut en lengua alemana de ese año, al que más tarde se sumarían el Kleist (1994) y el Würth (2006).
Persecución comunista
Nieta de agricultores y comerciantes que perdieron sus propiedades con el comunismo, sabe lo que es ser castigada por partida doble, víctima de la historia. Su madre fue deportada a un campo de trabajo de la extinta Unión Soviética después de la Segunda Guerra Mundial y su padre fue miembro de las SS durante la guerra. Tras 1945 las minorías alemanas tuvieron que pagar por las culpas del nacionalsocialismo. No en vano Müller intentaría siempre tender puentes entre las culturas que definen su identidad. La especialista en literatura alemana, lengua que dice amar aunque no sienta «tanta intimidad» como con su lengua materna, vivió los rigores de la dictadura comunista, como el perder su trabajo de traductora en 1979 por negarse a colaborar con la policía política, que no dejaría de acosarla, incluso cuando vivía en el exilio alemán.
Cinco años después de la austríaca Elfriede Jelinek, la cronista de los padecimientos cotidianos de las dictaduras viene a engrosar la galería de nobeles en lengua germana, como Thomas Mann, Heinrich Böll o Günter Grass. Pero haciendo alarde de modestia no fingida, confesaba que esto no va a afectar a sus obras, ya que «cada vez que terminaba un libro, creía que sería el último».