Jessica Chastain llora sangre
Cultura
«La cumbre escarlata» de Guillermo del Toro es la mejor película del director desde «El espinazo del diablo»
26 Oct 2015. Actualizado a las 05:00 h.
Cumbres Borrascosas, Rebeca, Jane Eyre, La casa Usher de Corman-Poe, los fantasmas japoneses, ¡hasta la macheta carnicera de Joan Crawford en Lucy Harbin!, Guillermo del Toro lo ha reunido todo en su mejor película desde El espinazo del diablo. A comienzos del siglo XX, una rica heredera americana se enamora de un inventor británico, baronet venido a menos que llega con hermana gótica incluida. Y viajan juntos a una apartada manor inglesa. El camino que lleva desde la verja hasta la casa es de tierra escarlata. Bajo la mansión, palpita una mina de arcilla roja que encharca suelos y embadurna paredes con humedades que son como lágrimas de sangre. La casa, en la que entran hojas, lluvia y nieve a través de un techo desvencijado, respira el viento del norte. Suspira y se queja.
En esta era de imágenes virtuales es un milagro hallar decorados a escala natural. La mansión de La cumbre escarlata es una obra maestra inesperada, que no desmerece otros hitos de los grandes sets del Hollywood dorado, desde la Babilonia de Intolerancia hasta el pueblo minero de ¡Qué verde era mi valle!, pasando por los Cárpatos universales de Frankenstein.
El espacio diseñado por Tom Sanders (decorador del Drácula de Coppola) es un útero de pasillos con arcos góticos armados de espinas. Su abandono y sus sombras profundas son un homenaje al vestíbulo del castillo del Drácula de Bela Lugosi. La casa envuelve los físicos más raros del Hollywood actual. La cara de Mia Wasikowska (la Alicia de Tim Burton), cada vez más próxima a una venus botticelliana. La máscara de rasgos borrados de Tom Hiddleston, el Loki de Thor. Y Jessica Chastain, la más célebre de las nuevas pelirrojas, de arquitectura facial excesiva, que consigue su cima haciendo de morena gótica con mirada antigua. Cara de plata, cicatriz azul sobre labios carmesíes, princesa de belleza siniestra y bíblica.
Y en los quince minutos finales -que son de puro grand guignol, que no de gore-, rodeada de nieve y de sangre, Chastain tiene su ascesis, aullando como un animal salvaje, danzando como una mantis, lanzando tajos de samurái. Su mantra -«no pararé hasta que me mates»- la pone en el altar del mal, al lado de la Judith Anderson de Rebeca. «Este amor te quema, te mutila, te retuerce por dentro», declama, como lo haría una arrasada heroína romántica que recitara a Jacques Prévert. Y termina: «Todo este horror fue por amor». ¡Grande!