Chagall, un vanguardista sin escuelas
Cultura
El Guggenheim de Bilbao desvela el arte complejo del pintor ruso que desmiente las lecturas que lo identifican con el surrealismo o con los movimientos naíf y cubista
01 Jun 2018. Actualizado a las 05:00 h.
Ya lo advertía el poeta Guillaume Apollinaire: «¡Sobrenatural!». Tal fue su exclamación cuando quiso definir el arte del que inmediatamente se convirtió en amigo, Marc Chagall, y de quien se erigió en gran valedor (nada más conocerse, dedicó al pintor el poema Rodsoge). Una convicción semejante emerge tras la contemplación de la hermosa exposición Chagall. Los años decisivos, 1911-1919, que hoy abre al público en el museo Guggenheim de Bilbao, con la colaboración del Kunstmuseum de Basilea y el patrocinio de la Fundación BBVA. Lo subrayaba ayer la comisaria del proyecto, Lucía Agirre: «Hay que dejar a un lado preconceptos y lugares comunes como onírico o naíf para entrar en el universo de Chagall, que huía de todos los «ismos» en pos de su propia mirada». Empapado de las vanguardias a su paso por París, se empeñará en definir su personal lenguaje traspasado de influencias de todo tipo, aunque él matizaba siempre que el impresionismo y el cubismo le resultaban «extraños». Solía decir que era «inconscientemente consciente» de lo que hacía, a lo que Agirre añade que nunca perdió de vista la realidad, salvo que para transmitir la emoción recurría a su peculiar e indescifrable lente, que además rechazaba explicar con palabras. «El arte me parece sobre todo un estado del alma», confirma como toda aclaración el propio Chagall en un pasaje de su libro autobiográfico Mi vida.
La afirmación de la comisaria puede verificarse en la muestra bilbaína, que enfoca un período corto pero fundamental en la producción de Chagall -no rebasa una década y fue un hombre longevo (Vitebsk, Rusia zarista, hoy Bielorrusia, 1887-Saint-Paul-de-Vence, Francia, 1985)- del que reúne 86 obras. Si algo se extrae de su recorrido por encima de todo es que su única adhesión lo convierte en adepto de la libertad creativa absoluta, sin ataduras, de tal forma que ni siquiera su devoción por el color le impide recurrir a los grises o el blanco y negro cuando el tema a abordar así lo requiere, como sucede con sus dibujos dedicados a la Gran Guerra. Esta filosofía de independencia inquebrantable lo movió incluso, cuando se había adherido a la Revolución bolchevique, a romper con Malévich, cuando este quiso imponer su credo, el suprematismo, y abandonar en 1920 la Escuela del Pueblo del Arte que había fundado en Vitebsk.
Dejó entonces su pueblo natal, adonde había regresado para asistir a la boda de su hermana y en el que se había quedado atrapado por el estallido de la Primera Guerra Mundial. Son las dos etapas que recoge la exposición: la ansiada llegada a París en 1911 ayudado por el abogado y mecenas Maxim Vinaver, y espoleado por un primer conocimiento de la obra de Cézanne, Monet y Matisse en la escuela de León Bakst en San Petersburgo, y el «confinamiento» en Vitebsk. Chagall descubre al fin París, la ciudad de la luz, y constata que los colores del arte ruso son apagados. Es la liberación. Ha encontrado su sitio. Además, en la comunidad de artistas de La Ruche, denominada La Colmena, por la disposición de habitaciones y estudios a precio módico, enseguida entra en contacto con las vanguardias a través de su relación con Modigliani, los Delaunay, Apollinaire... Solo la boda de su hermana, el conflicto bélico y la urgencia de casarse con su prometida, Bella Rosenfeld, reducirán a tres años este período inicial parisino, que se cerrará con la crucial exposición que le organiza en Berlín el galerista alemán Herwarth Walden.
Estas dos fases, que parten en dos la década de 1910, París y Vitebsk, son una metáfora perfecta de su visión del mundo, la que lo mete de lleno en las vanguardias y la que lo ata a la tradición judía jasídica, a la cultura yiddish, y que él conjuga con la naturalidad del apátrida. «Estoy tumbado entre dos mundos y miro por la ventana», resume gráficamente en Mi vida.
Así, en medio de referencias claras a obras como las de Cézanne, Delaunay, Van Gogh o incluso Picasso, él regresa con sus pinceles una y otra vez a Vitebsk con sus tiendas judías, sus tejados, sus paisajes calmos, sus rabinos, sus animales (esas cabras, con esos ojos que las humanizan), que subraya con las manchas de colores intensos y desubicados y que desbordan las líneas y las figuras. Pese a su laicismo, todo remite a su educación judía y a la cultura oral y los cuentos populares rusos y yiddish (cabezas giradas, personas que flotan en el aire) que él escuchó siendo niño, en una tierra de comerciantes y campesinos.
Es esa mezcla intransferible, sin precedentes ni legatarios, la que hace tan fascinante el universo de Chagall, ahora (y hasta el 2 de septiembre) al alcance de la mano (y la vista) en Bilbao.