Lois Patiño exhuma la leyenda del mar como territorio mítico en «Lúa Vermella»
Cultura
El cineasta lleva a la Berlinale el imaginario fantasmático de una Galicia donde comparecen almas de Cunqueiro y monstruos del universo de Lovecraft
22 Feb 2020. Actualizado a las 22:30 h.
Hay obras, ficciones literarias o construcciones fílmicas que inauguran -en el sentido menos ceremonioso del término- territorios míticos que definen una geografía o una cultura. Que vienen a conformar esos lugares sin límites donde se difumina la realidad y se exhuma la leyenda. Esa puerta abierta a otra dimensión -como se revela en los textos de William Blake o en los relatos de Juan Rulfo- es el marco que abre Lúa Vermella, que es mucho más que una profundización en las exploraciones del mar como cosmogonía que Lois Patiño proponía ya en Costa da Morte, por la cual recibió el premio Cineastas del Presente en el festival de Locarno del 2013.
Lo que Lúa Vermella explora y exhuma es el almario del mar como espacio fantasmático y mortuorio de Galicia. Y también vivificante. Por esa puerta abierta a la percepción se produce esa purificación total que Patiño atrapa y construye en imágenes visionarias de otra realidad, sumergida en la bruma o en las profundidades y nunca antes así filmada. Purificación que -siguiendo a William Blake- permite que todo se le aparezca al hombre como es, infinito. Un Blake que -en cierta manera muy armoniosa- protagoniza con uno de sus Proverbios del Infierno la cita que abre, con un río al fondo, otra inmensa película vista ayer, First Cow, de Kelly Reichardt.
Lúa Vermella parte de esa epifanía de un territorio en efecto infinito, con intermediarios que son seres inmóviles, espectros, meigas, moradores del más allá que nunca han terminado de irse. Figuras que invocan el retorno de O Rubio de Camelle, personaje real, buceador entregado al Mar después de haber rescatado más de cuarenta cadáveres de náufragos.
Exteriores en Camariñas
Con exteriores recogidos en Camariñas y otras procedentes de las filmaciones de Lois Patiño en aguas de la Baja California Sur de México, presentes en su proyecto Hadal, la pantalla se abre a ese espacio donde habitan las criaturas del limbo o del averno. Y se decantan en el magma de la belleza o del horror. Porque en esa exploración, en esa invocación continua, en esas rapsodias o elegías, caben desde la tersura galaica de Cunqueiro hasta la aparición de criaturas abisales o mitos que a mí me remiten al insondable universo de Lovecraft, el Solitario de Providence.
Se va erigiendo así Lúa Vermella, providente, en obra de forja de la leyenda de Galicia y el Mar, que es nuestra Comala con bruma a cambio de la arena del desierto. Porque aquello que reclaman los seres inmóviles de la obra de Lois Patiño es aquello que está sobre las brasas del mar. En la mera boca del infierno. Con decir que muchos de los que allí se mueren, regresan por la cobija. Y estas palabras, que son de Rulfo y de su Pedro Páramo, resultan de todo punto sorprendentes y abrumadoras en la revelación de su solapamiento de exactitud intercambiable con ese otro desierto de belleza y perturbación en torno al cual la Santa Compaña de Lúa Vermella celebra su peregrinaje con los No Vivos, los que nunca dejaron de estar aquí.
Porque la película va decantando, de una manera mineral, con una pureza orgánica que es material precioso, una construcción narrativa en progreso, hasta ahora desconocida por el cine de Patiño. Esa línea argumental finísima va desmochando agua como si fuese fronda, en la llamada al Hombre Muerto, en la revivificación, en la aparición de la Bestia. Y así se genera la leyenda de la Costa da Morte. Una leyenda que no se imprime como la del wéstern. Porque aquel era territorio de conquista, mientras que la leyenda de Galicia es el encadenamiento infinito de una pérdida. La de todos los cuerpos nunca devueltos por el Mar. Por eso, del espacio mítico de Lúa Vermella no se hace propaganda o noticia, sino que se susurra. Vuelve, Rubio. Y así nació ayer, como cine fundacional -y en el epicentro de la Mitteleuropa, una sala de la Alexanderplatz- esta Comala de agua y atlántico, este horizonte de Cunqueiro y de Lugrís, puerta abierta a otra percepción de la realidad y del cine, inmersión sonora y visual que Lois Patiño nos ofrenda como acto hipnótico, de grandeza mesmérica.
Garrel y Reichardt brindan obras a la altura de su talento
La sección oficial de esta 70.ª Berlinale pareció despegar este sábado hacia el altísimo nivel esperado. En esos pináculos habita el cine del francés Philippe Garrel y de la norteamericana Kelly Reichardt. Garrel, a estas alturas, es algo así como el heredero en toda regla de la nouvelle vague. O su vástago tardío, proceloso y fecundo. En Le Sel des Larmes se acerca más que nunca a Éric Rohmer. Su filme es un preclaro cuento moral sobre el hombre que no amaba a las mujeres, el castigador por inmadurez y por egoísmo. Y de cómo su rumbo vira y emboca la tormenta y el castigo. Hay en esta película de madurez paladeada una secuencia que fractura la suerte de su protagonista masculino y nos anuncia, en una bellísima contradicción, que la danza trae la sal de esas lágrimas anunciadas, en otro ejercicio mayúsculo de Garrel como maestro de ceremonias de las heridas del desamor.
Reichardt ya había incursionado en el wéstern con su sensacional y verdaderamente feminista Meek’s Cutoff. En First Cow, Reichardt retorna al género, pero para ofrecernos una historia de amistad masculina que rompe cánones con su ilimitada ternura. En el Oregón de la fiebre del oro, este casi amoroso lazo entre un repostero norteamericano, un chino emprendedor y una vaca sin cencerro se revela como suave pero rompedor manifiesto, cuando Trump y Pekín se dan trompadas entre la guerra comercial y el coronavirus. Y First Cow se eleva como bellísima égloga de huesos de santo, en un Oeste que es melting pot racial armonioso donde solo los ingleses, con su fusil imperial y brexitero, turban la paz.