Woody Allen pasea por San Sebastián, con «Rifkin's Festival», a Bergman, Buñuel, Truffaut, Godard y Renoir
Cultura
La serie televisiva «Patria» es una lineal e innecesaria transcripción amanuense de la novela de Fernando Aramburu sobre víctimas y victimarios del terrorismo
19 Sep 2020. Actualizado a las 05:00 h.
Hace ahora algo más de un año Woody Allen rodaba en San Sebastián la que probablemente haya sido la más dificultosa de sus producciones. Era así por las condiciones ambientales que para él derivaron de la reverberación de su lejana ruptura con Mia Farrow y de las acusaciones gravísimas que la actriz vertió sobre él. Pese a que en los tribunales Allen recibió una primera exculpación, en el 2014 Farrow y quienes apoyaban su campaña devolvieron la golpiza al primer plano, al calor de situaciones como la del violador y abusador múltiple el nauseabundo Harvey Weinstein. Mientras dirigía Rifkin’s Festival, el filme que inauguró este viernes el certamen donostiarra, Allen vio cómo actores y actrices que habían trabajado con él lo repudiaban en público. Y Amazon congelaba Día de lluvia en New York, una película magistral que felizmente se pudo rescatar en Europa ese otoño.
Todo esto lo cuenta el director en las impagables páginas de su biografía publicada en España justo antes de la pandemia. Y también se respira ese estado de precariedad en la producción y el estilo muy al desgaire, o directamente desaliñado, de Rifkin’s Festival. Para comenzar, del alter ego de Allen se ocupa el gran Wallace Shawn, uno de los mejores amigos del director, eminencia del cine y la escena, protagonista entre otras de dos películas cenitales de Louis Malle, Vania en la calle 42 y Mi cena con André. La actriz principal, en la ficción la esposa de Wallace Shawn, que lo va a abandonar para liarse con un prometedor auteur francés, es Gina Gershon, ya no devaluada sino casi desaparecida. Tal vez, un indicio de que la atmósfera en Hollywood había situado a Allen como paria o intocable.
Estas circunstancias inyectan a Rifkin’s... un aire de cine de director fugitivo (como en los 50 lo fueron Losey o Dassin) y puede explicar las carencias estructurales de la película. Pero no la escritura tan endeble del guion, mal remedo de un leit-motiv muy alleniano: ese arquetipo de hombre mayor, con físico de antigalán, situación sentimental hecha trizas y la esperanza taumatúrgica de una mujer más joven que surge como vana quimera. Pero sin que nunca funcione el enredo de parejas entrecruzadas en conflictos de cuernos. En concreto, Elena Anaya y Sergi López están desasistidos de percha. Y creo que la borrachera poscoito del catalán es la peor secuencia nunca filmada por el neoyorquino.
Quedan las postales de Donostia. Rescatables son algunos de los excursos cinéfilos de Allen: los sueños o evocaciones como gags en blanco y negro y trazo algo grueso sobre Bergman (Persona y El séptimo sello), Truffaut (Jules et Jim), Godard (Al final de la escapada), Buñuel (El ángel exterminador) y Renoir (La comida en la hierba). Y no dejo fuera una situación de comicidad memorable: el productor que le dice a una top-model que él prepara un filme sobre Eichmann y ella da el tipo perfecto de Hanna Arendt. Por lo demás, Rifkin's Festival supone un frenazo en esta segunda edad de oro que la filmografía de Allen vivía desde que casi encadenó las soberbias Irrational Man, Blue Jasmine, Wonder Wheel y A Rainy Day in New York. Y resta ver si este estado de excepción en torno a él permite que todavía nos legue un par de piezas para cerrar uno de los corpus cinematográficos más opulentos del último medio siglo norteamericano.
«Patria» o cómo ilustrar una novela sin salirse del renglón
La tan promocionada adaptación para HBO de la novela de Fernando Aramburu Patria te deja la sensación de que -si has leído la novela- estás perdiendo tu tiempo. Quiere ser tan fiel al libro que te aplasta como una amanuense aplicación casi escolar, solo preocupada de no salirse de este ni un renglón, como si fuese el Talmud. Lo que es la dialéctica de víctimas y victimarios que enhebraba Aramburu está aquí plasmada en planas imágenes de copia certificada. Como la novela, ideológicamente es irreprochable. Como arte entra en el nivel de las serigrafías. Solo que las obligaciones de la narración fraccionada en ocho capítulos lleva el drama -la dolorosa radiografía de una sociedad enferma, amedrentada o cómplice del terror- a deslizarse a veces al territorio de la telenovela de sangre.