Bob Dylan, el cerebro del rock cumple 80 años
Cultura
El americano elevó la canción popular y la colocó en el lugar de la alta cultura para siempre
23 May 2021. Actualizado a las 22:37 h.
El rock n’ roll era una emoción primaria de liberación hasta que alguien le puso cerebro y lo hizo pensar. Fue Bob Dylan. Logró que ese lenguaje juvenil que bramaba cosas como «auambabuluba balambambú» se convirtiera en el soporte de historias que trascendían a la urgencia y el frenesí adolescente. El artista había escrito en el anuario de su escuela que deseaba ser como Little Richard. Pero, realmente, tomó el alarido sexual de aquel, lo rebozó de literatura y, quitándole parte del roll, construyó las bases maestras del rock moderno.
La secuencia completa se puede ver en los álbumes Bringing It All Back Home (1965), Highway 61 Revisited (1965) y Blonde on Blonde (1966), un tríptico magistral en el que el folk acústico se ensambló en el rock eléctrico y el nuevo lenguaje pop con la fina poesía. Ahí se encuentra uno de los picos de la música popular, de una trascendencia inabarcable que lo inunda casi todo. Convirtió aquel sonido menor que hizo temblar el mundo en algo definitivamente mayor, que se quedó en él eternamente.
El protagonista, Robert Allen Zimmerman (lo de Dylan viene del poeta Dylan Thomas al que, dice, apenas había leído) cumple mañana 80 años. Y, lejos de tener que mirar desde la decadencia a la grandeza de aquellos dos años en los que modeló el llamado «sonido del mercurio salvaje», lo hace desde un presente de relevancia excepcional.
Después de la resurrección noventera de la mano de discos tan espléndidos como Time Out of Mind (1997), llegó Modern Times (2006). Sorprendió a todos. Arrullados por joyas como When The Deal Goes Down, sus seguidores no reprimían el entusiasmo. Veían ahí, quizá, el último gran disco de Dylan. Algunos incluso señalaban que se trataba su mejor álbum desde Blood On The Tracks (1975). El músico cumplía entonces 65 años. En lugar de jubilarse, entregaba uno de los álbumes del año y seguía con esa aventura en la que lleva enrolado desde 1988: el Neverending Tour. Tocar y tocar hasta el final.
El instinto indomable como guía
En las dos últimas décadas Dylan ha sido revalorizado como mito viviente. Su archivo infinito de descartes se expolia constantemente. Es objeto de todo tipo de documentales y estudios, incluido el primer volumen de su autobiografía Crónicas. Y las nuevas generaciones se adentran en su catálogo como quien descubre la piedra roseta del rock. Mientras tanto, él ha hecho directamente lo que le ha dado la gana, abrazado a una libertad radical ajena a dogmas. Como siempre.
Si en el pasado pasó de ser el profeta del folk a una estrella de rock con gafas de sol, para luego desaparecer y, más tarde, terminar haciendo rock cristiano, en el siglo XXI ha ocurrido lo mismo. Su imagen del 66 apareció en algo tan poco roquero como la publicidad del banco ING. También se coló en un anuncio de la firma de lencería Victoria’s Secret, rodeado de modelos en bikini. Mientras, la máquina monetaria no paró, vendiendo todos los derechos de sus canciones a Universal por 300 millones de dólares. Y, cómo no, ganó el suspirado Premio Nobel de Literatura en el 2016, que no fue a recoger.
Mientras todo eso ocurría siguió tocando y grabando sin parar. Con su particular estilo, al margen de todo. En directo, masajeando folk, rock y blues con arrugas y voz ronca. En estudio, con discos en la línea de Modern Times -Together Through Life (2009), Tempest (2012)- y caprichos que solo él se puede permitir, como tres álbumes dedicados a los estándares americanos -Shadows in The Night (2015), Fallen Angels (2016) y el triple Triplicate (2017)- que incluso a los muy fans les costó seguir.
Cuando todo apuntaba a lo intrascendente, llegó la sorpresa. En pleno confinamiento se edita Murder Most Foul. Una elegía de 17 minutos por el asesinato de J. F. Kennedy cantada en spoken-word que asombró a la comunidad roquera.
En aquellos tiempos extraños, apareció como otro experimento musical de los muchos que florecían. Se trataba del adelanto de Rough and Rowdy Ways (2020), un álbum excepcional con plaza entre los diez mejores títulos del artista. Con clima lúgubre, espectros de soul, lenguaje pre-rock, toques de jazz y alma folk, mostraba a un artista que a los 79 años se encontraba tan inspirado como para que la critica mundial cayese en bloque, una vez más a sus pies. Ahora cumple 80 y, visto lo visto, ya nadie se atreve a decir que este será su último gran trabajo.
Las anécdotas muchas veces no dejaron ver el bosque musical de sus conciertos en Galicia
No saluda. No deja que entren los fotógrafos de prensa. No permite que lo graben en vivo para emitir en las pantallas. Ordena a los guardias de seguridad que impidan hacer fotografías al púbico. Una perita en dulce para los titulares polémicos y las crónicas que obvian lo musical. El avinagrado carácter de Dylan ha dejado sus actuaciones gallegas en el terreno de la anécdota. O directamente lo surrealista, como aquel episodio delirante del 2008 en el que el Ayuntamiento de A Coruña desechó su contratación porque, según el concejal de Turismo, tocaba de espaldas, no saludaba al público y solo interpretaba canciones poco conocidas.
Fue precisamente en A Coruña donde el músico debutó en suelo gallego. No habló mucho, es cierto, pero tocó de frente y regó a la audiencia con clásicos como All Along The Watchtower, Just Like A Woman, Mr. Tambourine Man y Maggie’s Farm, entre otras. Era 1993 y el concierto se enmarcaba dentro del mítico Festival de los Mil Años celebrado en el Estadio de Riazor junto a otros mitos como The Kinks, Robert Plant, Jerry Lee Lewis o Chuck Berry o Wilson Pickett.
Volvería en 1999 al Multiusos del Sar de Santiago. Para muchos de sus seguidores esa fue la mejor actuación de Dylan en la comunidad, trenzando un robusto tono blues. Empezó en acústico con The Times They Are A-Changin’ y terminó en eléctrico con Like a Rolling Stone. En su siguiente parada gallega repetiría Compostela. Esta vez en O Monte do Gozo en el 2004 dentro de otro macrofestival junto a Lou Reed, Massive Attack e Iggy Pop.
Dos paradas en el siglo XXI
En el siglo XXI Dylan ofreció dos conciertos en Galicia. Primero en el Ifevi de Vigo, en el año 2008, con un formato muy parecido al que seguía usando hasta el parón de la pandemia. Después en Santiago, en el 2019 y de nuevo en el Multiusos do Sar con todo vendido. En ambos casos se podía ver al Dylan crepuscular, revisando clásicos, retorciéndolos y trayéndolos al presente. En el último bolo, además, creó una atmósfera de teatro de otra época, sin máquinas en la música y sin móviles entre el público. Al final, se terminó por darle la razón en su obsesión contra las cámaras. La ansiedad de capturarlo todo que generan estas acabaría por echar por tierra la experiencia.
Cuatro visiones desde la música gallega
SÉSPara min Bob Dylan é o exemplo dun cantor, dunha persoa que colle a realidade e a canta. Moitas veces se toma cantar por afinar ou entoar. El levou a canción ao xénero literario que é. Se ti queres cantar tes que consumir literatura. El é un exemplo de excelencia e ten categoría de mito. Actualmente so están el e Silvio Rodríguez».
Xoel López: «Para mí fue una influencia brutal, sobre todo a nivel lírico y de concepto de canción. Era capaz de expresar algo muy concreto de un modo poético. La parte que más me toca es la folkie, de la primera época. Es una pieza fundamental en el movimiento pop que revolucionó el mundo. Se acercó a él, lo cambió y afectó en todas partes».
Andrés Suárez: «Lo que más admiro de Dylan es su libertad. Me niego a llamarlo valentía. A mi modo de ver y por más que le pese a algunos, hizo lo que le dio la gana cuando le dio la gana. De lo eléctrico al folk sin serlo. Lo grotesco sería haber preguntado. Faltaría más. No habría maestría sin libertad. Oda a su premio».
Anxela Baltar (Bala): «Dylan llegó a mí a través de mis padres, como Pink Floyd, The Beatles o Jimi Hendrix. Su figura me llama mucho la atención. Por lo intensa que ha sido su vida, por lo multidisciplinar de su carrera y, sobre todo, por el cambio que hizo del folk a la guitarra eléctrica en los sesenta. Todo a pesar de las críticas y palos que le cayeron».