007, con licencia para criogenizar
Cultura
El último Bond de Daniel Craig estuvo dos años en la nevera pero posee una capacidad premonitoria que remite en giros de su argumento al Vargas Llosa largón o al adiós de Leo Messi
02 Oct 2021. Actualizado a las 05:05 h.
Acudo a la primera proyección de Sin tiempo para morir en las multisalas de un centro comercial gallego. Las premieres del James Bond legendario siempre se realizaban en algún teatro palaciego de Londres. Y a él solían acudir varios miembros de la familia real británica, conscientes del peso económico y de la huella de lo que fue el Viejo Imperio que la marca del personaje de Ian Fleming exudaba. Uno de los más habituales de estos estrenos era lord Mountbatten, a quien el IRA asesinó en 1979, haciendo volar su barco de pesca en el mar de Irlanda con explosivos por control remoto, en una actuación como sacada de la saga del agente secreto.
En mi pase de primera hora me ofrecen cortésmente un póster de la película, que así, envuelto, podría ser un título de la Cámara de los Lores o un ducado. Un póster, papel satinado en el tiempo réprobo de la digitalización y el covid-19. Elegante anacronismo.
De hecho, este último James Bond protagonizado por Daniel Craig ha sido sometido a un milagroso proceso de criogenización prepandémica. Lleva dos años en la nevera. Y es milagroso comprobar cómo Universal ha logrado mantener todo este tiempo el secreto del golpe de guion de la película, a la altura de Psicosis de Hitchcock o del Érase una vez en Hollywood de Tarantino.
Pienso en que cuando Sin tiempo para morir se terminó de rodar a Donald Trump todavía le quedaba un año en la Casa Blanca. Y el Txingurri Valverde entrenaba al Barça. Sobre Trump hay una inequívoca alusión política cuando el capitoste de la CIA que ficha temporalmente a Bond le explica que tienen un problema porque «los gobernantes elegidos no están haciendo las cosas bien». De inmediato, me vino a la mente el Vargas Llosa largón de anteayer. Como inspirador de guion no acreditado -junto a los sempiternos Neal Purvis o Robert Wade- o tal vez por esa capacidad visionaria que siempre tuvo la franquicia que en plena perestroika adivinó que la Unión Soviética iba a devenir Chicago años veinte.
Hay otra prodigiosa sugestión premonitoria. Ves como a Bond -retirado en Jamaica- le han buscado en la Agencia relevo en la camiseta. Ya no lleva el numero 10, quiero decir, ya no es el 007. Ese dorsal se lo han dado a una agente negra y recién subida de los juveniles del MI6, en un momento escandalosamente Ansu Fati.
Monógamo y sentimental
Cuestión de interés era ver cómo se gestionaba la heterosexualidad invasiva, santo y seña de Bond con los nuevos tiempos. La irrupción de Daniel Craig se produce en el 2006 con un filme que marca a fuego en el ADN de Bond un alma sentimental, un fatalismo romántico que alimentó y convirtió su debut, Casino Royale, en una de las tres cimas de las 26 películas del agente, junto a Desde Rusia con Amor y a 007: Al servicio secreto de su majestad. Craig heredó de aquel James Bond -el único que protagonizó George Lazenby, en su día ninguneado y hoy revisitado como obra maestra- un sentimiento del amor trágico, evocado en el rescate del tema We Have All The Time in The World interpretado por Louis Armstrong: un desgarro romántico que en Casino Royale inmortalizaba Eva Green -cuya tumba visita un Bond que semeja el Scotty de Vértigo- y que aquí retoma Léa Seydoux.
Estamos ante un James Bond monógamo y enamorado que no se permite un solo requiebro seductor señoro o donjuanesco. De hecho, los 164 minutos de metraje de Sin tiempo para morir se perciben centrados obsesivamente en ensalzar ese legado del Bond de Daniel Craig -heredado directamente del de George Lazenby- como un hombre roto por dentro y solo capaz de encontrar su redención en el amor. De ahí que -salvados los fastuosos veinte minutos de deliciosa bacanal habanera junto a Ana de Armas, con un memorable baile de los vampiros donde asistimos a la pira coral de todo Spectre- Sin tiempo para morir se siente como desinteresada en casi todo su desarrollo. Porque hay que tomar aliento para lo medular de este filme. La razón por la cual no es uno más de la franquicia. Se trata del ocaso de Daniel Craig, que lleva al extremo biológico la idea del agente 007 al que solo le resta la licencia para amar. Y por eso se asegura, desde ese cénit, de volar todos los puentes para nunca poder regresar escuchando los cantos de sirena que Diane Cilento susurró a los oídos de su marido Sean Connery cuando este juró no volver a ser James Bond: «Nunca digas nunca jamás».
Salgo de la sala y lo más parecido que me encuentro a lord Mountbatten, siquiera en senectud, es la silueta del coronel Sanders que anuncia la cadena mundial de pollo estilo Kentucky. Hace bien este Bond en borrarse con firma indeleble.