«The Matrix Resurrections»: Pastilla roja, pastilla azul
Cultura

Los críticos de cine de La Voz nos dan su opinión también sobre el «West Side Story» de Spielberg y «Silent Night»
24 Dec 2021. Actualizado a las 09:08 h.
Casi veinte años se ha hecho esperar para los fans más acérrimos, pero aquí está. El despliegue de códigos verdes, cámara lenta, cuero, gafas de sol, y pastillas rojas y azules, ha vuelto. Y es todo un festival para sus fans. Matrix (1999) supuso un antes y después en el cine de ciencia-ficción y en los efectos especiales del cambio de milenio, convirtiendo a sus héroes ciberpunks de trasfondo metafísico y mitológico y a su universo de lectura filosófico-trascendental en objeto de culto del cambio de siglo, y en un clásico del cine moderno.
Sin embargo, sus secuelas no estuvieron en absoluto a la altura, lo que hacía temer que esta resurrección de entre los muertos del Elegido derivase hacia sus mismos parajes. Nada más lejos de la realidad. Lana Wachowski, que ahora en solitario toma las riendas de todo este trajín, nos ofrece un festín de metaficción autorreferencial que se aleja de una continuación «al uso», optando por una vuelta de tuerca desde el retome del original. De su mano, avanzamos por la madriguera del conejo hacia un mundo que juega a la sana autoparodia (sirva ver a Neo yendo al psicólogo, o ese brainstorming entre creativos de videojuegos con dardos hacia la industria hollywoodiense), así como a un autohomenaje, que no pretende llegar a la altura del filme originario, si no que asume y se regodea en su condición de reboot. Lejos de sus predecesoras, que se tomaban demasiado en serio a sí mismas, Matrix Resurrections es más divertida y tiene menos efectos, saltos acrobáticos y balas a cámara lenta de lo que cabría esperar (de hecho, el filme pierde cuando entra en este tipo de batallas), mientras aboga por una reivindicación de los sentimientos humanos —tecnología mediante— y del personaje de Trinity. Un inesperado disfrute al que enfrentarse sin prejuicios.
«West Side Story»: Ritmo loco
La primera vez que vimos West Side Story teníamos 15 años. Apareció, plena de esplendor, emergiendo desde las oscuridades del cine Capitol de Ferrol. Era el verano del 72 y fue como sentarse a mirar un torbellino. Cierto que la historia de amor —a lo Romeo y Julieta— entre Natalie Wood y Richard Beymer era relamida y cursi. Además, los actores no cantaban, doblados por otros artistas. Pero, arrasando, Rita Moreno, George Chakiris y Russ Tamblyn (Sharks, 2-Jets, 1) nos enamoraron con su viva estilización rítmica.
Frente a la película que nos deslumbró entonces, el brillante pero descorazonado remake llega ahora cargado de un ritmo loco que sentimos gratuito. El filme de Spielberg es un enfermo cardíaco, hermoso y muy bien dirigido, aunque atacado de múltiples arritmias. La sólida y vigorosa estructura interna del musical clásico da paso aquí a una traidora arteriosclerosis. El director ha explicado que no pretendía rehacer el musical de 1961, sino convertir en película el montaje original de Broadway de 1957. Tanto en Broadway como en la cinta dirigida por Robert Wise estaba Jerome Robbins, el más brillante coreógrafo de la historia del cine, con permiso de Bob Fosse y Hermes Pan. En esta nueva versión, la —notable— imitación del talento de Robbins carece del calor original.
Sí, como sucedió en 1961, todo huele a Óscar. El espectáculo contiene grandes momentos, un diseño de producción asombroso y la aparición de algunos jóvenes con empuje —Rachel Zegler, Ariana DeBose—. Podemos admirarla, pero no amar esta película, que se nos antoja sin alma. Spielberg rodó en las calles del West Side neoyorquino —le saca expresivos efectos a la batalla que las sombras libran en el asfalto—, sin embargo, aquellos decorados del 61 realmente hablaban. ¿Acaso hay un París más París que el de Irma la dulce o unos Cárpatos más universales que los de la Universal?
«Silent Night»: ¿Noche de paz y amor?
Debut de Camille Griffin sobre guion propio. No era poco el desafío: una combinación de comedia negra y de terror sobre una idea tan atractiva como la cena de Navidad que una pareja acomodada, con tres pequeños —por cierto, hijos de la directora—, ofrece a sus amigos de la universidad en una de esas casas bonitas de la campiña británica. Digamos que Griffin, autora de varios cortos y con cierta experiencia en el oficio, asumió un reto parecido al del muy curtido Lars Von Trier y su notable Melancolía (2011), con su fiesta de despedida cuando un planeta se disponía a esnafrarse contra la Tierra. Aquí es un gas letal contra el que no hay antídoto, aunque sí una especie de paliativo, que solo uno de los críos se niega a su ingesta, pero evitemos spoiler.
La reunión tendrá los momentos tópicos de toda cena navideña en cuanto se recalientan las neuronas, y en su primera mitad apenas sospechamos que vaya ocurrir otra cosa que aflorar algún secretillo oculto, junto a momentos de euforia fraternal y familiar. Solo el citado crío vive agobiado y teme la fatalidad que se cierne. La primeriza Griffin saca rendimiento al reparto y lo envuelve en una cuidada factura formal y hace pleno en lo de cargarse varios tópicos del noche de paz, noche de amor, aunque duda en el factor emocional: no reímos ni tememos lo suficiente. Tampoco hay que ser un lince para hacer lecturas covid y hasta puede dar munición a negacionistas, antivacunas y por supuesto ecologistas. El planeta doliente pasa factura.