Viaje tras el sentido de la existencia
Cultura
La profesora canadiense-británica Joanna Pocock cuenta en su libro «Rendición» cómo, con su familia, cambió las comodidades de Londres por la salvaje Montana durante dos años
14 Mar 2022. Actualizado a las 05:00 h.
Las vidas atraviesan su camino, inexorablemente lleno de momentos para la conmoción, para el amor, la pérdida y el cambio, para la transformación, para la risa y el llanto, que diría la canción. La profesora canadiense-británica Joanna Pocock (Ottawa, 1965) tuvo los suyos, haber pasado por la enfermedad y la muerte de sus padres, el nacimiento de su hija y la asunción de su papel de madre y, tiempo después, los síntomas de la menopausia. Todo esto, de algún modo, sumado al cansancio y la apatía que acechan con la llegada a la cincuentena, la desbordó y situó frente a su espejo. La crisis personal, en su caso, la empujó a una búsqueda de la reconexión con la naturaleza de un modo perentorio, en un ansia de libertad que compartía su esposo, Jason.
Abandonó las protecciones y comodidades de su vida en Londres, y emprendió viaje, con su familia, a la rural y agreste Montana. Así se plantaron en Missoula. Fruto de esa huida y esa aventura (de dos años) es su libro Rendición. En busca del sentido de la existencia en un planeta dañado (Errata Naturae), que, señala el sello, se sitúa en la línea de las obras de autoras de nature writing como Annie Dillard o Sue Hubbell, a las que también publica Errata.
Entre las memorias, la crónica periodística, la investigación y la narración de viajes, el ensayo recoge un relato introspectivo en que la pequeñez del hombre se revela ante los grandes cielos y el paisaje inabarcable del oeste americano. Ese contraste le dará a Pocock su verdadera medida y ayudará a relativizar sus problemas, hasta entonces ocultados e insalvables (en su cultura urbana y occidentalizada): «Fue necesario estar en la naturaleza para darme cuenta de que lo que me impidió abrirme sobre la menopausia era la vergüenza. Me avergüenzo de perder mi fertilidad, de ver mi apariencia desvanecerse, de envejecer».
En la dura Montana la profesora —una mujer foránea y vegetariana que no sabe conducir, que se confiesa incapaz de vivir sin cines ni bibliotecas— asistirá a un baño de vida salvaje con la caza anual de bisontes por una comunidad que mantiene sus tradiciones ancestrales en las inmediaciones del Parque Nacional de Yellowstone, o a un curso de caza de lobos con los lugareños de una de las poblaciones más conservadoras del país, entre tramperos y preparacionistas. También los descomunales, numerosos y devastadores incendios que asolan aquellas tierras y, en la localidad de Butte, los contaminantes efectos de las explotaciones mineras intensivas.
Conocerá a la fascinante Finisia Medrano, una transexual que se refugió en las montañas para vivir como cazadora recolectora, en un intento de regresar a la forma de vida de los ancestros. Y entrará más tarde en contacto con el ecosexo, en una reunión que congrega a personas que colocan su relación con la tierra por encima de todo. Es allí, pues, en una especie de microcosmos, un lugar de una feroz independencia y conservadurismo, donde se materializan las más profundas paradojas del oeste de los EE.UU. (y de toda la civilización occidental), donde ella experimenta un sentimiento casi místico de retorno a la tierra.
Para una urbanita, el estilo de vida de Missoula es desconcertante, pero incluso cuando no puede comprenderlo, narra sus experiencias desde una óptica personal, entrelazándolas con los acontecimientos de su familia y sus fotos en blanco y negro. «La prosa discreta y sobria —elogia el editor— es lo suficientemente detallada como para que alcancemos a oler la carne de búfalo que se cura en el campamento de caza, a sentir la ansiedad que puede provocar conocer a una excéntrica que vive en la naturaleza y la tristeza de contemplar las últimas fotos tomadas por un padre moribundo».
A través de sus recuerdos, conocemos la cultura de la violencia y de explotación de los recursos que define a la civilización occidental, y cómo fija las coordenadas de la sociedad. Y concluye: «Los humanos necesitamos rendirnos a la naturaleza, someternos a la Tierra antes de poder tratarla adecuadamente. Me gusta la idea budista de rendirse. Hay fuerza en no luchar contra las cosas, sino en verlas por lo que son. Si luchas contra las respuestas a tus preguntas, nunca las resolverás. Rendirse puede ser una forma de resistencia en el sentido de que puede oponerse al mito del éxito, el crecimiento y la productividad sin sentido».
Delorme, en defensa del bosque... y de los corzos
A nadie sorprende que la zoóloga Dian Fossey dedicase 22 años al conocimiento de los gorilas en la selva de Ruanda, tampoco que el explorador Brian Skerry estuviera diez mil horas bajo el agua para estudiar las ballenas. Pero ¿y los animales más corrientes, cercanos?, ¿quién se acuerda de ellos? Parecen no encerrar fascinación suficiente. Por ejemplo, los corzos, un cérvido confiado con inclinaciones empáticas hacia el asentamiento humano que parece destinado a perecer atropellado por un vehículo en una carretera secundaria mal iluminada. Error de valoración. Torpeza humana, y muy habitual, por otra parte. Lo comprobó el ecologista y fotógrafo francés Geoffroy Delorme (1985), que dedicó siete años a habitar el bosque normando de Louviers, observando y congraciándose con este noble animal. Fruto de la experiencia es El hombre corzo (Capitán Swing), un ensayo en defensa de los bosques y los corzos, que cuestiona el modo de vida occidental —que ha hecho del consumo una deidad— y aboga por entender la naturaleza como parte del ser humano, en igualdad con otras especies, y no como un yacimiento a explotar. Una muestra de esta tesis es cómo Delorme aprendió del corzo a sobrevivir en la floresta.