Festival de Venecia: Una soberbia Cate Blanchett no evita las inarmonías de «Tár»
Cultura
Alejandro G. Iñárritu se disculpa por su éxito en un «egotrip» torrencial y excesivo
02 Sep 2022. Actualizado a las 09:04 h.
Quién va a cuestionar en este punto y hora la magnitud de Cate Blanchett como una de las más grandes actrices de este siglo. Verla en Tár, en ese rol de directora de orquesta diva, egocéntrica, womanizer y acosadora profesional es asistir a un acto de creación superlativo. La sabiduría y la tersura con la que Blanchett dibuja los trazos de su viperino personaje se golpean una y otra vez contra el muro de la dirección alicorta de un tipo tan poco reseñable como Todd Field. Y combate también la actriz con un guion que en la primera parte de la larga película —casi tres horas— todavía no cae en desafueros. Pero, a medida que las soluciones dramáticas de Todd Field se van volviendo astracanadas y terminan en el desbarrancadero de situaciones grotescas, ni siquiera esa fuerza sobrenatural llamada Cate Blanchett logra salvar el estropicio. Es tan grave la deriva de la trama, a partir de la tosca forma en que el guion va mostrando al personaje de la actriz como una desleal de culebrón, que no puedes dejar de imaginar dos películas sin duda antagónicas: la que hubiese deparado un argumento cabal y un realizador que permitiese a Blanchett tomar altura y no jugar contra la obra y la que resulta en pantalla: un filme con solista más allá del virtuosismo y toda una orquesta empeñada en llevar cada giro dramático hacia el desafuero.
No quiero decir con esto que Tár no luzca vetas aprovechables en su primera mitad. Este alter ego femenino y lésbico de Plácido Domingo (si este poseyera elegancia o refinamiento) logra maravillarte al encontrar Blanchett ese punto borrascoso en el cual la vileza humana de su personaje se conjuga con su capacidad para, pese a todo, fascinarte. Y no tengo dudas de que este papel —en una de las peores películas de su carrera— la va a llevar a una merecida candidatura al Óscar. Lo que queda, más allá de ella, es un filme en el mejor de los casos inarmónico o pedante y muchas veces abiertamente ridículo, encelado en la mayúscula torpeza de un Todd Field que por algo llevaba casi dos décadas sin dirigir. La nueva condena para él debería inhabilitarlo por medio siglo.
En Bardo, Alejandro G. Iñárritu se plantea pedir excusas por su éxito internacional como uno de los mexicanos del cártel del Óscar. Hay que entender que Iñárritu es uno de esos autores que posee tantos odiadores como devotos. Yo apunto hacia lo segundo, aunque no me guste nada Biutiful y muy poco El renacido. Pero venero Amores perros, Babel, 21 gramos o Birdman. Su Bardo viene a ser una autobiografía existencial, con el gran Daniel Giménez-Cacho dando cuerpo y alma a su otro yo, un director de documentales que debe disculparse por vivir y triunfar en Los Ángeles. Ocurre que la autoexculpación de Iñárritu es, innegablemente, un egotrip mayúsculo. De una brillantez visual y expositiva apabullante. Pero con una tendencia al exceso barroco, al narcisismo, y algunas decisiones moralmente cuestionables como la de metaforizar las carnicerías de Hernán Cortes o la tragedia actual de los desaparecidos a modo de performances. Los haters dirán pestes. A mí me conquista la grandiosidad de la puesta en escena, el banquete de ideas arriesgadas, circenses, las licencias oníricas o surreales, un cierto aire sorrentinista en el mejor de los sentidos. Comprendo que a algunos les resulte insoportable tanta vanidad. Yo devoro estas tres horas de egocentrismo de la brillantez extrema, con ese Daniel Giménez-Cacho como el último hombre vivo recorriendo las aceras de un México DF desierto. Y de pronto, convertido en un moridero de cuerpos que cubren todo el asfalto del Zócalo. Una gozadera.