La Voz de Galicia

Mann decepciona con un «Ferrari» con la tensión dramática de un troncomóvil

Cultura

josé luis losa venecia / e. la voz
Mann (derecha), con el actor Adam Driver.

Larraín lleva a Venecia un esperpento que muda a Pinochet en vampiro

01 Sep 2023. Actualizado a las 09:11 h.

Admiro mucho la mayor parte del cine firmado por Michael Mann. Es verdad que su hasta ahora última película, Enemigos públicos, dirigida hace 14 años, me parecía ya pura carcasa. Su Ferrari —biopic sobre los años estelares del diseñador automovilístico— se esperaba aquí comprensiblemente como una rentrée boreal. Pero el desencanto me envuelve a la voz de ya. Y anuncia el agotamiento artístico del autor de obras maestras como Ladrón, Heat o The Insider. Entiendo la propuesta argumental de Mann, la historia de un ingeniero visionario —Il Commendatore— perseguido por la fatalidad de la muerte que lo rodea y ataca a sus seres queridos (sus amigos y colegas en el accidente de Monza, su hijo de pocos años o el piloto español Alfonso de Portago en el trágico pinchazo de la Millie Miglia, que se llevó también por delante a una docena de espectadores). Seguramente esa amargura del fatum justifica la impertérrita cara de palo de Adam Driver. Pero no explica que la ausencia total de pulso dramático de la película haga que su ritmo parezca no el de un bólido, sino el del troncomóvil de los Picapiedra.

El guion de Ferrari es de una simpleza rampante. En puridad, se ciñe a tratar de interesarnos por un capitán de empresa —Enzo Ferrari— que es bígamo y gafe (mufa, dirían los porteños). Su doble vida amorosa justifica la presencia de Penélope Cruz como la esposa legal, muy sobreactuada, pero aplaudidísima igualmente, porque en Venecia es idolatrada como la nueva Magnani. El metraje se extiende en plúmbeas especificidades técnicas que molarán mucho a los amantes del motor. Pero ni rastro del vértigo esperado en el trazo vital del inventor del vehículo rugiente al que cantaron poetas futuristas como Marinetti. Lo único futurista en Ferrari es mi deseo aspiracional de que concluya cuanto antes. Y, en cuanto al legendario virtuosismo del lenguaje con la cámara de Michael Mann, se concentra aquí en la secuencia del desastre de la Millie Miglia, cuestionable en su explicitud macabra. Así pues, Mann es el primer ángel caído del cartel cenital de esta Mostra.

 

Larraín y «El conde»

Siempre que entro a ver algo del chileno Pablo Larraín lo hago con la certeza de que voy a encontrar inteligencia, provocación y análisis que son crueles biopsias del poder y sus entrañas carnívoras. Larraín ha abordado hasta en cuatro ocasiones las convulsiones de su país atenazado por una de las más siniestras dictaduras del siglo XX. Por eso te preguntas qué va a ofrecerte de nuevo en El conde, la película presentada en esta Mostra y en la cual se centra en primer plano en la figura de Augusto Pinochet, al que hasta ahora fustigaba, pero manteniéndolo siempre en el fuera de campo. El conde del título es un Pinochet que ha simulado su muerte y ha devenido vampiro inmortal. Y lo vemos con su capa al viento sobrevolar el cielo de Santiago, en una poderosísima metáfora visual del peso de su mano de hierro que nunca —ni en los tiempos de los gobiernos de la concertación— dejó de estrangular las estructuras sociales profundas de Chile. Cuanto más ahora, cuando el Gobierno de Boric cohabita con un Parlamento dominado por un ultra, Jose Antonio Kast, que se reivindica abiertamente pinochetista.

Larraín dibuja en El conde un furioso esperpento en blanco y negro. En esa ficción, Pinochet nació en plena revolución francesa y ha vivido más de dos siglos chupando sangre. Hasta el presente, cuando mora en una hacienda con su grimosa corte de los milagros, la cápsula en el tiempo de su esposa, Lucía Hiriart, y su jefe de seguridad, El Ruso Miguel Krassnoff. La farsa macabra destila vitriolo, zarpazos en ráfaga de sardónico humor negrísimo. E ideas locas y geniales como la de una Margaret Thatcher —igualmente vampira— que resulta ser la madre biológica de Pinochet.

Todo esto les puede sonar a frívolo desvarío. Y es cierto que las formas de El conde como cine de terror surreal las extrema Larraín hacia el capricho goyesco. Pero en la base de su película hay un medido grado de gran cine político: el que denuncia no las obviedades, los torturados o desaparecidos, sino el aspecto menos conocido de aquel régimen genocida: el latrocinio, el amasijo de millones en paraísos fiscales que el consorcio Pinochet-Hiriart coleccionó. Y cómo ese legado económico avasallador persiste sin reparación. Porque la capa de El conde se revela inmortal. Y sus herederos entrenan ya para salir a pista.


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