Ariadna y la libertad. Una dialéctica entre amor y conocimiento
Cultura
25 Feb 2024. Actualizado a las 05:00 h.
«Quien no conoce nada, no ama nada. Quien no conoce, no puede hacer. Quien nada comprende, nada vale. Pero quien comprende, también ama, observa y ve … Cuanto mayor es el conocimiento, más grande es el amor». Por increíble que parezca este pensamiento atribuido al médico Teofrasto Paracelso del siglo XVI quien, además de ser el padre de la toxicología moderna y un maestro vocacional, ha sido capaz de atravesar varias centurias para llegar al siglo XXI con una propuesta de total actualidad y relevancia.
Ciertamente, cuando uno quiere conocer, observar, ver, aprender… cuando busca respuestas al apasionante enigma de la vida, entonces comprende, descubre, acierta, ama y encuentra su dorado y prodigioso hilo de Ariadna que le guiará, irremediablemente, hasta la libertad. Esa misma libertad que encontró Teseo cuando escapó del laberinto del Minotauro impulsado por el amor de Ariadna.
Mito clásico o metáfora, no cabe duda de que existe un hilo poderoso que hilvana amor y conocimiento. De ese lazo nace la vida, la evolución y el sentido, porque el amor despierta nuestra curiosidad, nuestro afán por comprender, nuestra voluntad de saber. Hay una profunda dialéctica entre afecto y consciencia; en ella encontraremos el motor del cambio, de la evolución, del avance en las ciencias y las artes, hallaremos también los cimientos de la solidaridad, del respeto por nuestros semejantes, por las otras especies y por el planeta. La pasión aplicada al conocimiento y a su vez, el conocimiento aplicado con pasión transforman el mundo.
Antoine de Saint-Exupéry daba en el blanco cuando escribía en El principito que “Si queremos un mundo de paz y de justicia debemos poner la inteligencia al servicio del amor”. Así, amar y comprender se unen en la voluntad de construir un bien común. Porque si la cultura y la verdad nos hacen libres, el amor y la voluntad nos hacen fuertes. La unión de todo ello: cultura, verdad, amor y voluntad otorgan plenitud y sentido vital.
De la misma forma, el acto de enseñar y el deseo de aprender requieren amor, pasión, generosidad y entrega, también humildad, ética y agradecimiento. Esta perspectiva afectiva de la educación no debe ser obviada por ningún sistema educativo porque nos encontramos ante la paradoja de una sociedad en desequilibrio ecológico, que asiste a la irracionalidad de las guerras, la devaluación del liderazgo, la erosión de la ética social y política, el abandono de las utopías y la impotencia ante la persistencia del hambre y la miseria en un mundo que, al mismo tiempo, se llena de orgullo ante los avances de la ciencia y la tecnología.
Por supuesto, no queremos ni podemos insinuar un antagonismo entre ciencia y afectividad, puesto que es el amor por la verdad el que nos lleva hacia la ciencia, el arte, la filosofía, la deontología o la poesía. En la raíz de cualquier conocimiento, aun en el científico, ya lo decía Einstein, siempre hay un elemento de imaginación poética. De hecho es debido a la intuición creadora, que tiene mucho de poética, por lo que el ser humano empieza a descubrir y es la lógica la que interviene para probar aquello que intuimos. Intuición y lógica integran el hilo de Ariadna, que nos guía por el laberinto entretejiendo amor, experiencia y conocimiento.
En este contexto, quienes nos dedicamos a la educación tenemos por delante el desafío de un cambio de paradigma, pues el sistema actual ha fragmentado el conocimiento segregándolo en dos grandes áreas que parecen irreconciliables y opuestas: las ciencias y las humanidades. Se ha roto el puente natural que existe entre el ser humano, sus creaciones y su medio, rompiendo ese sentido gestáltico del conjunto de las disciplinas tan necesario para comprender cualquier especialización. Así es que deberíamos tomar buen ejemplo de Paracelso y abrazar ese concepto renacentista de un conocimiento holístico en el que, para profundizar suficientemente en nuestra especialidad, aprendiéramos apasionadamente sobre otras especialidades y sus conjuntos.
También se ha fragmentado la educación cognitiva y la afectiva como si hubiese que elegir entre una y otra cuando, realmente, no es posible entender la una sin la existencia de la otra. Ensanchemos los límites del mundo, sumemos conocimientos y pasión, eduquemos a las generaciones del futuro en un sentido amplio integrando los procesos cognitivos, los psicomotores y los afectivos, convirtiendo los contenidos en elementos libremente disponibles y discernibles como parte indivisible del crecimiento personal y de la convivencia social del ser humano. He aquí un gran reto de nuestro tiempo: educar para la práctica de la democracia, la equidad, la innovación, la conciencia ecológica, el humanismo comunitario, el respeto a las ideas de los demás, el pensamiento diferente y la libertad.
La educación tiene que transitar hacia el aprendizaje a lo largo de la vida: esta sociedad cambiante que fluye sin detenerse obliga a vivir de forma fragmentada, como si la vida se compusiese de pequeños episodios discontinuos e independientes. Uno de los objetivos de nuestra educación es ordenar e hilvanar estos episodios a través de la constante renovación de la formación y el conocimiento. Propósito al que debemos sumar el fomento de la emancipación de los estudiantes en cualquier etapa de sus vidas a través de habilidades, disposiciones y conocimientos que den respuesta a los nuevos perfiles de empleo que emergerán, al reciclaje profesional en todas las edades, a la investigación sobre los nuevos dominios de las ciencias y la tecnología y a las vertientes humanistas indispensables para el desarrollo del pensamiento crítico y su aplicación sociocultural. Tendríamos que controlar menos y aprender a autocontrolarnos más. Es un signo de civilización.
La teoría y la praxis son partes integradoras del conocimiento, de manera que certeza e incertidumbre van de la mano. Aún dentro de esta vertiente cognitiva de la educación y en el marco de nuestro sistema educativo, tenemos que abordar el reto de tratar de la mejor manera la ingente cantidad de información que la sociedad de hoy nos plantea, con el apoyo esencial de las herramientas digitales. En cualquier institución educativa los retos más ilusionantes y a la vez los más difíciles de abordar son siempre los que se enmarcan en esa dimensión afectiva de la educación.
Los maestros con auténtica vocación saben que no podemos entender el alma infantil y juvenil solo con la razón, mejor dicho, no podemos comprender a ningún otro ser si no comprendemos que cada uno de nosotros es un universo con sus propios sueños, su propio dolor, sus propias carencias y sus riquezas intelectuales y afectivas. Para despertar el amor por el conocimiento el educador tiene que ser sensible a lo que el niño o la joven buscan y sueñan, a lo que están dispuestos a sacrificar por esos sueños. Un educador debe no solo alentar sino buscar la bondad por todas partes y estimular el espíritu de lealtad y amistad entre los estudiantes a fin de hacerles comprender que la tolerancia, la compasión, la generosidad y el amor por la humanidad pueden abrir tantas puertas como la inteligencia. Coincido con Mandy Hale en que «nada es más hermoso en este mundo que alguien que va más allá de lo que le corresponde para hacer la vida más bella para los demás».
Se debe hacer comprender que el conocimiento es una búsqueda sin término que, bien llevada, ilumina y amplía nuestro mundo, nos deja ver con esperanza que nuestros problemas son remediables, agudiza nuestro sentido de la observación, nos ayuda a reflexionar y a pensar. El conocimiento es un viaje continuo de descubrimiento que añade paz y belleza al misterio de nuestras vidas, nos ayuda a alegrar el corazón de quien nos acompaña y nos alienta.
Educar, en un sentido amplio del término, es mucho más que adiestrar o entrenar, es formar e instruir al mismo tiempo, es anteponer la ética en todas nuestras decisiones. Es intentar que, sin desatender el plano cognitivo del aprendizaje, se fomente el pensamiento crítico, la creatividad, la transformación, la adaptación al cambio permanente y la anticipación al futuro.
El legítimo amor, como el amor materno, es lo único que más crece cuanto más se multiplica. Hay que repartirlo, aprenderlo, enseñarlo y soñarlo. Hemos de hacerlo con pasión, pero con sentidiño, sin dejar de buscar ese dorado y prodigioso hilo de Ariadna que nos ayudará a cumplir la tarea en este mundo nuevo, equipado con un abrumador poder tecnológico, donde peligran por igual corazón y cerebro. Un mundo del que podemos afirmar, junto a Jorge Santayana, que «está traspasado de belleza, de amor, de destellos de coraje y de risa; y entre estos, el espíritu florece tímidamente y lucha hacia la luz entre las espinas».
Miguel Ángel Escotet es catedrático emérito del Sistema de la Universidad de Texas y rector de la Universidad Intercontinental de la Empresa (UIE).