Cindy Ngamba: de ser repudiada de Camerún por su sexualidad a conseguir la primera medalla en unos Juegos para el Equipo de Refugiados
Deportes
Sufrió acoso escolar por sobrepeso, fue arrestada en un registro rutinario y estuvo a punto de ser deportada: «Me llevaron a un centro que parecía una cárcel y me preguntaba: '¿Seré la próxima en ser deportada?'»
04 Aug 2024. Actualizado a las 19:00 h.
Sufrió acoso escolar por sobrepeso, fue arrestada, tuvo que dejar su país de origen por su sexualidad y estuvo a punto de ser deportada. La vida de Cindy Ngamba (Camerún, 1998) ha sido un vaivén de emociones en el que la pasión por el deporte le ha ayudado a no rendirse. Este domingo ha dado la primera medalla al equipo olímpico de refugiados desde que empezó a competir en el 2016 tras vencer a la francesa Davina Michel en los cuartos de final de boxeo en la categoría -75 kilos de los Juegos de París. Ngamba ganará el bronce como mínimo.
Pasó su infancia en su país de origen junto a su madre y su hermano Kennet. Una niña feliz, repleta de energía y muy testaruda —«Cuando nací, salí con los pies por delante, lo que no sucede muy a menudo. Desde aquel día mi madre me llama cabezota y se me ha quedado grabado», cuenta—. A diferencia de otras niñas que se quedaban en casa ayudando con las tareas de limpieza, Cindy dedicaba sus ratos libres a jugar con chicos, para disgusto de su madre. Al final comprendió que la felicidad de su hija iba por delante de cualquier otra cosa.
Con once años, su vida cambió por completo. Ella y Kennet se marcharon de Camerún para reunirse con su padre en Bolton, una ciudad de Reino Unido. «Él ya estaba allí con nueve de mis hermanastros, así que nos fuimos a vivir con ellos», recuerda. Su nueva realidad le asustaba. No sabía hablar inglés, así que antes de poder ir al colegio pasó dos años en una escuela de idiomas. Todo ello bajo un mandato estricto de su padre, que no permitía ni una palabra de francés en casa.
A pesar de las clases, su inglés siguió sin ser bueno, lo que derivó en un fuerte acoso escolar cuando se incorporó al colegio. Su sobrepeso acrecentaba todavía más el odio de sus compañeros. «Era una niña triste que intentaba superar cada día como podía. Sin mi madre, no conocía cosas como el desodorante, así que olía mal en clase y se burlaban de mí», subraya.
Encontró el apoyo que le faltaba en casa en sus profesoras de educación física. En parte gracias a ellas se convirtió en una crac de los deportes: netball, críquet, fútbol... Pero no fue hasta años más tarde cuando descubrió el boxeo.
«Tenía 15 cuando mi hermano me dio un folleto de un club juvenil local y empecé a ir allí a jugar al fútbol después del colegio. Un día, después de entrenar, salieron de una sala un montón de chicos sudados. Fui a echar un vistazo, abrí la puerta y me encontré un gimnasio de boxeo. Estaba lleno de chicos golpeando sacos», cuenta. Así se enamoró de la disciplina.
En su primer día acaparó todas las miradas: «Nunca habían visto a una chica en sus clases, incluso los entrenadores se sorprendieron». Y ahí empezó su test. Nadie confiaba en ella. Cuando los chicos se ponían los guantes, ella cogía una cuerda de saltar. Repetía y repetía durante casi dos horas. Un día, y otro, y otro... «Se pensaron que no volvería nunca. Entonces pesaba 110 kilos, era una chica grande cuando empecé. Pero perdí muchísimo peso. Volví todos los días durante un año, bajé a 90 y entonces me dijo que era hora de ponerme los guantes», destaca. Primer objetivo, logrado.
La vida en el ring tampoco fue sencilla. La primera vez que le pegaron se marchó al baño a llorar. «Pronto me hicieron sentir que estaba en mi segundo hogar, así que nunca pensé en ser la única chica allí», dice. Estaba decidida a progresar. Pero para ello hacían falta boxeadoras contra las que competir, así que a veces tenía que viajar durante horas para poder entrenar.
En el 2019 tuvo su primer campeonato nacional, donde ganó el peso semipesado (81 kilos). Sin pasaporte de Gran Bretaña no podía competir internacionalmente, lo que le provocó una depresión. Siguió haciendo lo que mejor se le daba, competir. Aunque fuese solo en Inglaterra. En el 2022 ganó dos torneos, el de 75 y 70 kilos.
Entonces, Amanda Coulson, entrenadora nacional de boxeo de Inglaterra, se cruzó en su vida. Fue ella quien le informó sobre el Equipo Olímpico de Refugiados. «Me dieron la oportunidad de competir en el extranjero para que pudiera perseguir mi sueño de clasificarme para los Juegos Olímpicos», apunta.
«Me llevaron a un centro que parecía una cárcel y me preguntaba: ‘¿Seré la próxima en ser deportada?'»
A Cindy le concedieron el estatus de refugiada hace ya tres años. «En mi país ser gay es ilegal —la homosexualidad en Camerún se castiga con cinco años de prisión—, así que si me hubiesen devuelto podrían haberme encarcelado», expone. De hecho, estuvo a punto de serlo.
Con 20 años asistió a lo que pensaba que sería un proceso de registro rutinario. Sin embargo, tanto ella como Kennet fueron arrestados. A Cindy la enviaron a un campo de detención. «Fue una de las experiencias más aterradoras de mi vida. Cuando nos mudamos a Reino Unido, Kennet y yo visitábamos la oficina de inmigración una vez a la semana para firmar. Pero una vez que fuimos, nos separaron, me quedé sola en una habitación y me dijeron: ‘Cindy, vamos a arrestarte'. Me pusieron las esposas y me quedé allí gritando dónde estaba mi hermano. Me metieron en una furgoneta y me mandaron a un centro en Londres», destacó.
Allí conoció a mujeres que llevaban desde un día, hasta meses y años. «Parecía una cárcel, estaba lleno de señoras y sus bebés. A muchas las iban a enviar a su país y yo me preguntaba: ¿Seré yo la próxima en ser enviada de vuelta?», recuerda. Su tío, que vive en París, pudo ponerla en libertad.
Se ha ganado la vida en Inglaterra (es triple campeona en tres categorías de peso diferentes) y, además, se graduó en Criminología. Ahora comprende que no es menos que nadie: «Me daba vergüenza que me llamaran refugiada, me sentía indefensa. Pero uno vive y aprende, y ahora tengo una mentalidad diferente».