El genio de cerca
Ferrol
31 May 2015. Actualizado a las 05:00 h.
A veces, en la vida, y sobre todo cuando uno es joven, los prejuicios no nos dejan ser objetivos. Pasa en todo, hasta en literatura, con respecto a grandes escritores. Me ocurrió con Borges cuando empecé mi currículo lector. Hasta que me di cuenta de que a veces se disfrazaba de reaccionario, como cuando aplaudió la llegada de los militares argentinos, aunque en realidad fuese un conservador lúcido, un liberal moderado. Había optado por la opción contraria al peronismo como reacción al odio que sentía por Perón, sobre todo desde que este le destituyera de su plaza de bibliotecario. Pero todos los prejuicios se desvanecieron cuando su maestría como escritor me rindió incondicionalmente y me hizo pasar a las filas de sus fieles. Debí haberme dado cuenta antes de que, siendo argentino y ciego, estaba muy cerca de ser Homero. De su mano recorrí las estanterías de la Biblioteca de Alejandría, los recónditos secretos de Babilonia; me perdí en los senderos de sus insondables laberintos de arena y me reencontré en sus cuentos de compadres que pelean a cuchillo, en sus historias de la infamia. Y siempre, la precisión, claridad y elegancia de un castellano expresivo y resplandeciente, en el que talló también, con la sencillez del artesano, docenas de poemas.
Cuando el Director de la Academia Argentina de las Letras, que amablemente nos estaba enseñando el edificio académico, se paró delante de una puerta sencilla, sobre la cual se leía Jorge Luis Borges, sentí una emoción especial, que ya no me abandonó mientras estuvimos en lo que fue su despacho en la Academia. Allí seguían los libros que consultaba, los folios en blanco que nunca utilizó en su vieja máquina de escribir, los diccionarios que lo alimentaban. Me senté en una silla secundaria, y contemplando aquel sencillo reducto en el que tantas veces el escritor había estado solo, concentrado en su trabajo, quizá iniciando un cuento o un poema entre sus tareas académicas, recordé algunas de sus frases alusivas a su más sincera intimidad, como la célebre: «He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sabido ser feliz». Una lección de humildad y un mensaje del que aprender. No importa llegar a ser Borges, importa saber ser feliz, seas quien seas. O aquel otro que alude al amor, un ente que se mueve entre la frustración y lo inalcanzable: «Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca aquel en cuyos brazos desfallecía Matilde Urbach». Y pensé en las injusticias que se cometieron con él, como no haberle concedido el Nobel, al mejor escritor de la segunda mitad del siglo XX. A su manera, Borges se vengaba de todo ello con invectivas envenenadas en las entrevistas de las páginas culturales. La fama le llegó en el umbral de la vejez, pero él en público se comportaba como un niño terrible que trataba de sorprender o irritar a cualquier neófito. Como cuando decía que el castellano era una lengua fea y que prefería el inglés; o que Cansino Asséns era el mejor poeta de la Generación del 27; o que no sabía que Manuel Machado tenía un hermano (cuando alguien le ensalzó la obra de Antonio); o la pregunta que él mismo le hace a Gerardo Diego, con el que compartía el Premio Cervantes, «Oye, mirá, vos sós Gerardo o sós Diego». Pequeñas maldades, nos dejó la grandeza de su literatura.