Adiós al menú del día del Relojes, en O Barqueiro: «Algún cliente llevaba 32 años comiendo aquí a diario»
Mañón
El restaurante de Mañón, referente para camioneros y operarios desde hace 40 años, ha cerrado la cocina, salvo para grupos con reserva y comida para llevar
13 Oct 2024. Actualizado a las 05:00 h.
El Relojes lleva casi cuatro décadas haciendo feliz a camioneros, operarios forestales, obreros o turistas con sus tres primeros platos (a elegir) y sus cuatro o cinco segundos. En junio se cumplieron 40 años de la apertura de este bar de O Barqueiro (Mañón), que al año ya empezó a funcionar como restaurante. José Manuel Galdo (O Barqueiro, 66 años), recién jubilado, y su mujer, Esther Prieto (Couzadoiro, Ortigueira, 64), han estado al frente del negocio desde entonces. Vicente Galdo e Ilda Bahamonde, los padres de José Manuel, habían montado una ferretería en 1956 (al otro lado de la carretera general, la AC-862), y veintitantos años después construyeron su casa. En la planta baja abrieron una mueblería, que también ocupaba el primer piso, y vendían además material de construcción, almacenado en el exterior (el actual aparcamiento).
La obra se ejecutó en 1978, al año siguiente de que se casara esta pareja, que trabajó en la tienda familiar hasta que la transformaron en bar. «Abrimos en 1984, mi suegro iba a jubilarse», recuerda Esther. Tenía 26 años (y dos niños, de cuatro y ocho años) y de cocina sabía lo justo: «Aprendí con Carmen de la Campela, que estuvo aquí unos seis meses». El menú del día ha sido siempre la seña de identidad del Relojes. «Fueron muy típicos, al principio, los chocos, venían a comerlos desde Foz. También la caldeirada de raya, los callos, las paellas... pero el menú siempre fue lo principal, con alguna ración», explica la jefa de los fogones.
«Nunca nos faltó clientela», remarca José Manuel. Los períodos de mayor actividad coincidieron con la ejecución de obras importantes en la zona, como las carreteras (la general o la de Bares, en 2018) y la rehabilitación del puente del ferrocarril, o la instalación de parques eólicos. «Venía muchísima gente, estaba lleno... olía a calamares (ya había freído dos cajas), entraban por la puerta y ya los pedían, había comidas a las dos, sacabas y volvías a poner, y otra vez a las tres», señala la cocinera, que contó con ayudantes, «todas muy buenas, igual que las camareras, y la mayoría echaron años, nueve, diez...». El bum de la construcción marcó otro hito: «Venían a comer [los obreros] desde O Vicedo. Aquí siempre servimos la comida, mejor o peor (no quiero hablar mal de ningún local), muy rápido, y decían que tardaban menos (pese a tener que desplazarse)».
«¿Dónde voy a comer ahora?»
Hace ya una semana que no ofrecen menú del día, no por falta de demanda —«la semana anterior tuvimos días de 70 personas para comer»— sino por cansancio. A Esther le faltan dos años y medio para poder retirarse. «Para mí sola me basta el bar, y así no trabajo tanto. No es por el personal, nunca hemos tenido problemas, procuramos mantener a la gente en invierno, alguna con jornada reducida, y en verano buscamos refuerzos. Ahora estoy yo y tengo una chica», explica. Reconoce que le ha costado decírselo a los comensales más fieles: «Te preguntan: ‘¿dónde vamos a comer ahora?'. Tenemos una clientela muy buena. Me dio pena... hay alguna empresa de Ortigueira que lleva viniendo 34 años, y alguno de los trabajadores llevaba 32 años comiendo aquí cada día, desde los veintipocos. Cuando me pedían ya sabía para quién era, eran de casa, uno sin sal, otro a la plancha, uno con patatas cocidas, el otro con ensalada...». Entre los conocidos, Esther adaptaba el menú a la persona, «casi como si fuera a la carta».
Muchos ya han echado de menos estos días el caldo, la fabada, la carne asada, el pollo, el pescado o las chuletas del Relojes. Y la tarta de queso, el flan de café, la tarta de la abuela, las natillas, la mousse o el requesón, casi todo de elaboración propia. En esta nueva etapa, Esther sigue preparando comidas para grupos (en el restaurante) y para llevar, todo con reserva previa. Y cuando le llega algún despistado que todavía no se ha enterado del cambio, le ofrece una ración (del plato que haya cocinado para los pinchos). «No vas a dejarlo sin comer», subraya la hostelera.
El bar sigue abriendo a las seis y media de la mañana, para el café de los más madrugadores (en tiempos se llenaba la barra y ya sonaban las dos máquinas tragaperras), y cierra a las nueve de la noche (descansan los sábados y las tardes de domingos y festivos). Hubo años, cuando aún daban cenas, de «reenganchar»: «Cerrábamos a las tres o las cuatro de la mañana y a las seis ya estábamos otra vez».
En el comedor del Relojes, amplio y luminoso, donde al principio había futbolín, billar y mesa de ping-pong, celebraron incluso bodas de más de cien invitados. De vacaciones saben poco. Por eso no le aconsejan a nadie meterse en este oficio: «Es muy duro, perdimos la niñez de nuestros hijos». A cambio, han ganado conversación, amistades y la confianza de tanta gente: «Nos dejan llaves, sobres con dinero para entregar... y paquetes de todo tipo (los repartidores)».