La Voz de Galicia

Couzadoiro imitó a Fuenteovejuna

Ortigueira

Alberto Mahía redacción

Todos los habitantes de una pequeña aldea de Ortigueira se unieron para salvar al joven que salió absuelto por el crimen del paraguas

08 Nov 2002. Actualizado a las 06:00 h.

Una muerte que parece escrita por la imaginación le hizo una canallada a San Salvador de Couzadoiro. Es ese tipo de pueblo donde nunca pasa nada. Salvo que un vecino mate a otro. Y eso pasa una vez en la vida. No se va a Couzadoiro si no es a propósito. Está a diez kilómetros de Ortigueira, y para llegar hay que despistarse más que desviarse. Es como un Nacimiento. Tiene río, quince casas, pozos de agua, cincuenta vecinos, cuadras, pollitos, ovejas, una casa grande como un castillo y hasta santo. De nombre, Salvador. Sus vecinos, en cierto modo, se parecen mucho al pueblo. Tranquilos, amables y simpáticos. Pero con una peligrosa tendencia a enfadarse cuando tienen que protegerse unos a otros. Es lo que hicieron desde la noche del 23 de abril del 2001, cuando uno de sus vecinos le dio muerte a otro. Como en Fuenteovejuna, se pusieron del lado del vivo y le dieron la espalda al muerto. Ni la familia del fallecido tuvo piedad. Su prima dijo de Enrique cosas como que «su madre tuvo que irse de casa tras soportal mil amenazas, no paraba de meterse con Salvador, no era muy listo y era más normal que fuera él el acusado». Todo ocurrió en una huerta El domicilio de Salvador López Timiraos dista cien metros de nada de la de Enrique Dovale. Y todo ocurrió justo en la mitad, en una huerta de hortalizas. Aquella tarde, Salvador caminaba hacia su casa, pero quiso aquél voltearle y truncarle el destino. Ocurrió que Enrique Dovale le enganchó de la pechera y arrastró los 22 años de Salvador por el asfalto de unas calles familiares hasta una corredoira. Salvador, que lleva dentro del pecho una bombona que libera morfina para aliviarle el dolor del cáncer, quiso protegerse y agitó sus brazos sin ton ni son. Llevaba un paraguas en su mano derecha y los aspavientos hicieron que la punta del bastón se clavara por dos veces en las fosas nasales de Enrique. De esas cosas que se intentan un millón de veces y sale una. El hierro alcanzó al cerebro de la víctima y la muerte llegó antes que el golpe de su cuerpo contra el suelo. La noticia de que un inocente estaba acusado por asesinato (le pedían una condena de quince años) hizo de Couzadoiro un plató de televisión. El chico se hizo famoso por una noticia de rabiosa actualidad, el pueblo se le volvió extraño; el trabajo, inhóspito; su madre, una desconocida. Salvador, tras el calvario padecido con un cáncer maligno y el peregrinaje hospitalario, apagó la sonrisa y se quedó ciego y mudo para los demás. Tampoco vio los números de las tartas de cumpleaños que pasaron por su humilde hogar; ni los que se sumaban a su familia para hacerla numerosa. Por eso, cuando año y medio después, Salvador ha recobrado la vista gracias a un jurado popular que lo declaró inocente, no reconoce el mundo que dejó, anhela reencontrarse con una vuelta a empezar: «Sólo quiero que me den trabajo y olvidarme de todo», dijo ayer después de que el garfio del periodista le arrancase dos o tres frases. A saber: «No quiero más periodistas», «aquello fue un accidente que me hizo mucho daño. Dejadme en paz». Su madre es todavía más reservada. Una única frase: «O outro non era home de ben, fíxolle dano ó meu fillo de vivo e hasta de morto». Salvador estuvo encarcelado y salió a las pocas semanas porque todo el pueblo, sin excepción, se echó a la calle para pedir su inmediata puesta en libertad. Los vecinos no dudaron en hablar mal de un muerto. Tampoco su familia: «Enrique era borrachín, pendenciero, bullanguero, y no hacía otra cosa que insultar, amenazar e intentar atropellar a Salvador». «Había que exagerar» Hoy, las palabras de un pueblo pletórico de alegría y poseído por la sinceridad de los que tienen ya poco que perder variaron el relato que defendieron con uñas y dientes hasta ahora. Hoy pueden decir que Enrique no era tan malo como decían antes. «Había que exagerar un poco para ayudar a Salvador. Es cierto que lo insultaba y hasta quiso atropellarlo, pero no era un hombre tan detestable como decíamos». El dueño del bar desde donde Salvador llamó a una ambulancia la noche de autos recuerda a Enrique: «Ás veces bufaba moito, pero lle decía: Cala Ricolo (así le apodaban), e non dicía nin mu». El primer hombre que vio a Salvador después del suceso se atreve hoy a decir que «fose como fose, o rapaz quedou libre. Agora hai que deixar ó morto en paz».


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