La Voz de Galicia

Le debemos una disculpa a Nixon

Internacional

Una tienda de una Verizon en Nueva York.

En 1974, tuvo que dimitir por ordenar la grabación ilegal de unas reuniones en la sede de un partido político donde preparaban una campaña electoral. Hoy casi produce ternura

09 Jun 2013. Actualizado a las 07:00 h.

Es imposible no sonreír al recordarlo: en 1974 Richard Nixon tuvo que dimitir por ordenar la grabación ilegal de unas reuniones en la sede de un partido político donde preparaban una campaña electoral. Eso era todo. Hoy casi produce ternura. En el mundo de 2013 el presidente que ha permitido un programa de escuchas ilegales que afecta, prácticamente, a casi toda la raza humana es un premio Nobel de la Paz que ni siquiera se disculpa. «No se puede tener el cien por cien de seguridad y el cien por cien de privacidad», decía esta semana Barack Obama, en un tono entre irritado y condescendiente. Seguridad y derechos como principios incompatibles. Es el discurso de un estado policial.

Fuera de Estados Unidos ha irritado la única salvedad que hizo: «No se ha espiado a ciudadanos norteamericanos, solo a extranjeros». Pero es una salvedad importante para Obama, porque espiar a ciudadanos norteamericanos sin orden judicial es todavía delito. Irónico, considerando que la mayoría de los terroristas que actúan en suelo norteamericano son precisamente ciudadanos norteamericanos.

Por supuesto, también se espía a los norteamericanos, pero no puede decirse, como tampoco Google o Microsoft pueden admitir que permitían el acceso a sus datos, aunque sea cierto. Es una pauta bien estudiada por los politólogos: cualquier centro de poder que no se limite tenderá a extender ese poder, y tras el 11-S esos límites desaparecieron con el aplauso de una sociedad claudicante y atemorizada. En cuanto a la eficacia de estos programas, la Casa Blanca ofrece ningún ejemplo de ataque terrorista desarticulado gracias a ellos, como tampoco se ha detenido nunca a un terrorista en un control de aeropuerto después de quitarse los zapatos. Es lo que el experto en seguridad Bruce Schneider ha bautizado como «Seguridad teatral», un despliegue ritual y prácticamente inútil del poder del Estado para tranquilizar o amedrentar al ciudadano.

Pero uno no puede quedarse ahí, el asunto es más profundo. No podemos ignorar la paradoja de que esos mismos ciudadanos que se escandalizan (brevemente) por la intrusión del Gobierno en sus vidas entreguen diariamente información extremadamente privada a empresas como Facebook, Google o Twitter, simplemente porque les ofrecen un servicio gratis (al fin y al cabo, ellos son el producto que venden). Sector público y sector privado se limitan a sacar partido de esa adicción que nuestra sociedad ha desarrollado por Internet. Y las consecuencias políticas son aún más profundas: la Red, donde no existen garantías ni leyes (un mundo desregulado, más neoliberal que anarquista), se está convirtiendo en el modelo de sociedad alternativo a la democracia. En vez de imponerle nosotros nuestras normas, es la Red la que sirve de vehículo para erosionar esas normas en el mundo real. Los «espacios de libertad» que se atribuyen a Internet no son nada en comparación con eso. No darse cuenta es parte de la adicción.

¿Qué va a ocurrir ahora? Nada. El escándalo pasará. El Congreso norteamericano hará los ajustes necesarios para que los aspectos ilegales de este programa sean legales, retrospectivamente. La UE hará un poco de teatro mientras firma en secreto un acuerdo con Washington aceptando las condiciones que se le impongan, como ha hecho en casos similares. Y el escándalo habrá servido para lo que sirven estos escándalos: para hacer que nos acostumbremos. La siguiente revelación nos dolerá menos. Es lo que podríamos llamar «legislar a empujones».


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