Histeria y miedo se adueñan de un Jerusalén blindado
Internacional
Basta una falsa alarma para que la policía reaccione con disparos, como ocurrió en un tren que circulaba por Haifa
16 Oct 2015. Actualizado a las 05:00 h.
La tensión se apreciaba ayer en los pequeños detalles. En el respingo del taxista israelí con el sonar de una ambulancia; en el giro de cabeza de los transeúntes ante un cambio de ritmo de alguien que pasa a su lado; en las miradas de desconfianza y las armas colgadas de los cinturones de algunos ciudadanos. Las medidas aplicadas por el Gobierno de Benjamín Netanyahu contuvieron nuevos ataques y ayer fue una jornada sin víctimas mortales en Jerusalén. Una calma relativa, porque la sensación es de acecho.
La mayoría de las tiendas del pasadizo que da acceso a la Explanada de las Mezquitas permanecían cerradas. Los tenderos palestinos de la Ciudad Vieja se lamentaban, sobre todo, por la pérdida de turistas. «Todo está lleno de controles militares y de detectores de armas y eso disuade a los clientes», se quejaba una joven vendedora en un puesto de zumos mientras exprimía una naranja. Los que habían abierto aguantaban sentados en banquetas con ademán de espera, ante la ausencia de clientes, y torcían el gesto al ver a los jóvenes judíos saliendo del recinto sagrado que aloja la mezquita de Al Aqsa, tercer lugar sagrado para el islam, y que el judaísmo denomina el Monte del Templo. Ha sido el incremento de estas visitas lo que originó la actual escalada de violencia.
En la calle de Jaffa, fuera de la Ciudad Vieja, sonaba música. Una saxofonista parecía devolver la normalidad a la ciudad, hasta que la retina descubre el masivo despliegue militar que invade intermitentemente las vías del tranvía. Pero la demostración de fuerza parecía extenderse también al sentido ciudadano y eran bastantes los israelíes que paseaban con gigantes banderas y entonaban cánticos nacionalistas. Un coche cubierto de la insignia israelí se atrevió a cruzar con altavoces el barrio árabe Silwan ante la perplejidad de sus residentes.
Hasta este barrio de Jerusalén Este, conquistado en 1967 por Israel y anexionado unilateralmente en 1980, entraron las fuerzas de seguridad el miércoles por la noche para investigar a la familia de Ahmad Abu Shaaban, el atacante de la estación de autobuses que murió por disparos de la policía. De esta zona proceden la mayoría de los autores de las veinticuatro agresiones con arma blanca que se han producido desde el 1 de octubre.
Por su parte, la ministra de Justicia israelí, Ayelet Shaked, del partido ultranacionalista Casa Judía, anunció que ya está en marcha el proceso para revocar los permisos de residencia a los palestinos de Jerusalén Este que cometan atentados o los apoyen.
El nerviosismo alcanzó también la ciudad de Haifa, en el norte de Israel, con una falsa alarma de un individuo sospechoso en un tren. Un oficial efectuó un disparo en el vagón como reacción a los gritos de «terrorista» que lanzaron varios soldados que viajaban con él.
Netanyahu ha defendido su voluntad de devolver la tranquilidad y ha propuesto una reunión con el presidente palestino, Mahmud Abás. Este último, por su parte, que ha criticado los desafíos israelíes, intenta calmar sin conseguirlo los ánimos de una juventud hastiada que apunta tanto a la ocupación de Israel como a la inacción de su liderazgo.
Viernes de oración y nuevo día de la ira
Hamás y el Frente Democrático para la Liberación de Palestina (FDLP) han convocado para hoy un nuevo «día de la ira» en Jerusalén, Cisjordania y la Franja de Gaza.
Coincidiendo con la jordana del rezo musulmán, las facciones palestinas han pedido a los suyos que «muestren la rabia popular» por los «asaltos» de israelíes contra la Explanada de las Mezquitas.
La última jordana de la ira dejó un saldo de tres muertos israelíes a cargo de lobos solitarios palestinos, pese a que las manifestaciones no registraron gran asistencia. Pero la convocatoria significará poner por primera vez a prueba las medidas de fuerza impuestas por el Gobierno de Netanyahu para contener la violencia. Entre otras, las autoridades deportivas han cancelado los partidos de fútbol entre equipos judíos y árabes.
«La familias no saben si uno de sus hijos será el próximo agresor»
Dos soldados buscan, metralleta en mano, a dos menores en el barrio árabe de Silwan, de Jerusalén Oriental. Unos colonos de una casa fortificada e incrustada en una estrecha calle de vecinos palestinos los acusan de tirar piedras. Cuando los uniformados desisten, vuelven al puesto de control que se instaló el miércoles. Se apostan entre dos grandes bloques de piedras y siguen interrogando a los conductores que cruzan. «Esta calle no la pueden cerrar completamente porque impedirían el paso a los colonos que viven aquí», explica Jawad Siyam antes de mostrar las que sí están cercadas. «Esta es la lógica: si solo viven árabes, se cierran. Hoy mucha gente no ha podido ir a trabajar», describe.
A tan solo una puerta de separación de la casa de los colonos, Ahmad Quarin organiza la mercancía del supermercado en el que trabaja. Su hijo vuelve a escuchar el relato del 2009, cuando al intentar defenderlo de una disputa con los colonos fue tiroteado en las dos piernas por los guardas privados. «Cuando llegaron aquí hace unos diez años decían que solo querían convivir, pero yo no entiendo una convivencia en la que tengan que ir armados», dice Ahmad.
Desde sus puertas, las familias palestinas se asoman para ver cómo los niños se acercan y desafían a los soldados. Mientras, los colonos salen y entran de casas identificadas con una bandera y rodeados de protección. Es el día a día. «Esta es la generación de los hijos de Oslo -el tratado firmado en 1993 que iniciaría el camino a una paz definitiva-, pero en estos años nosotros y, sobre todo, nuestros hijos solo hemos visto cómo proliferaban las colonias y la impunidad hacia todo lo que hacen», se enerva.
«No es solo el mantenimiento del statu quo, es el empeoramiento de la situación, y las generaciones como la mía que apostamos por la resistencia no violenta no hemos visto ningún cambio», se desespera Jawad a sus 46 años. «Precisamente fuimos nosotros los que alertamos de que esto podría ocurrir. Y nadie sabe qué va a pasar. Ni las familias saben si uno de sus hijos será el próximo agresor».