Nueve ucranianos llegan a Castroverde: «Yo tengo a mi hijo conmigo, pero muchos familiares se quedaron allí»
Internacional
Los lucenses que acudieron a la frontera de Ucrania regresaron este sábado con nueve refugiados que vivirán en Madrid y A Coruña
06 Mar 2022. Actualizado a las 10:24 h.
Faltan unos minutos para las cuatro de la tarde y en la plaza del Concello de Castroverde ni el sol templa el ambiente. De repente, puntuales como un reloj, llegan dos coches cargados de gente. Los conducen dos vecinos, Héctor Pérez y Paulo Ribeiro, y sus pasajeros son nueve exiliados de la guerra de Ucrania a los que traen a España huyendo del horror.
Cuando los coches paran, el joven Sergio, de solo 16 años, baja y rápidamente una mujer acude a abrazarlo. Es Luda, su madre, una ucraniana que desde hace casi quince años vive en A Coruña. Le brillan los ojos al reencontrarse con su niño. «Es muchísima la emoción. Yo ya tengo a mi hijo conmigo, pero muchos familiares se quedaron allí y es horrible lo que está pasando. Ojalá Europa ayude a parar todo esto», dice con la voz rota.
La llegada de los refugiados de Ucrania a Lugo
Sergio es una de las nueve personas a las que Héctor y Paulo, panaderos de profesión, han traído a España. El lunes, tras ver en la televisión las imágenes de una niña entrando a un quirófano en Ucrania, se subieron a sus vehículos y se marcharon a la frontera de Polonia para traerse a los refugiados que quisieran venir. Tenían sitio para ocho, pero cuando les pidieron desde A Coruña que trajesen a Sergio, no dudaron. «Asumiría la multa, merece la pena», dice Pérez.
Además del joven con ellos llegan una madre y un niño pequeño que en solo un par de días se ha encariñado con Héctor, y una familia compuesta por una mujer mayor, su hija y dos chicas con niños. Están agotadas y quizás un poco superadas por todo. Por el horror del que huyen, por dejar atrás a sus familias, por recorrer más de 3.000 kilómetros hacia un lugar desconocido (solo hablan ucraniano) y también por lo que las aguarda en Castroverde, la penúltima parada de su odisea, antes de coger un tren destino a Madrid, donde les esperan algunos familiares.
La plaza del Concello es un hervidero de gente. Entre los que salen de misa, los que vienen a recibirlos y los medios de comunicación, todo es movimiento. En medio, un coche con un remolque lleno de cajas que contienen la solidaridad de muchos lucenses. En solo tres horas, dos jóvenes del pueblo han reunido ropa, juguetes y calzado para todos los refugiados. Cuando una de las chicas abre uno de los paquetes para entregarle unos cochecitos a los niños, la contención de las mujeres se quiebra por un instante. Acaban de entender que es la forma en la que la gente de Castroverde quiere ayudarlas, y la anciana, estoica pero con los ojos rojos, dobla la espalda como gesto de gratitud. La escena encoge.
Huir de las bombas
La ciudad de la que procede Sergio, cuenta Luda, todavía no ha sido arrasada por las bombas, pero, según traduce, la situación de los demás integrantes de la comitiva era mucho más delicada. «El lugar de donde vienen es horrible, hay niños que tuvieron que esconderse porque en su zona hay muchos bombardeos y la situación está fatal», traduce la ucraniana afincada en Galicia. «Dicen que están muy agradecidos por todo, que el viaje fue fenomenal y que están contentas, pero hay mucha gente más en Polonia».
Luda no pierde de vista a su hijo en ningún momento. Llevaba desde septiembre sin verlo y tenía miedo de lo que pudiera pasarle. «Yo trabajo como interna en una casa. Llevo casi 15 años aquí y tengo mucha suerte, la familia con la que estoy es como mi segunda familia y cuando empezó la guerra no dudaron en ayudarme a traerme a mi hijo. Aquí está más seguro y ellos lo van a recibir con los brazos abiertos, pero mi marido no puede salir porque está ayudando allí», narra la mujer.
El ejemplo de Paulo y Héctor ha cundido y explican que a lo largo del fin de semana una treintena de coches de toda España partirán hacia Polonia para intentar traerse a más refugiados. Algunos de esos vehículos partirán de Santiago y Ferrol. Otra pequeña gran muestra de solidaridad.
«Cuando dejaron atrás su país percibí tristeza, dureza y también tranquilidad»
Paulo Ribeiro acababa de llegar a su casa, el pasado lunes, cuando recibió la llamada de Héctor Pérez en la que le preguntaba si se iría con él a la frontera ucraniana para traerse a España refugiados. Le dijo que estaba loco y le colgó, pero luego lo pensó mejor. Descartaron la idea de llevar las furgonetas del trabajo por la incomodidad que supondría para los pasajeros e intentaron, sin éxito, alquilar un autocar, así que al final desistieron de esa idea y se subieron a sus coches.
Cuando llegaron a Medyka, en la frontera, a Héctor se le erizó el vello. «Me entró miedo, pero tiramos para adelante, pensé que malo sería que atacasen allí». De repente se encontraron con el problema de la comunicación. Nadie hablaba inglés y no sabían cómo comunicarse con los refugiados. «Nos hicieron un cartelito en ucraniano que ponía España y con eso estuvimos una tarde, pero nadie quería venir. Miraban, pero tiraban. Más tarde entendí que la mayoría pretenden quedarse lo más cerca posible de Ucrania para volver cuanto antes».
Al día siguiente, con su historia corriendo por redes sociales y medios, recibieron una llamada. Una familia se había quedado tirada en la carretera con su viejo automóvil. «Estaban a 100 kilómetros y nos fuimos a por ellos. Volvimos y nos llamaron de Madrid por si podíamos recoger en Varsovia a una chica y su hijo, y allá nos fuimos, y luego nos hablaron de Sergio».
Con todos en los dos coches, pusieron rumbo a España comunicándose con el traductor del móvil o llamando a los familiares. «Cuando dejaron atrás su país percibí tristeza, dureza y también tranquilidad y alegría cuando subieron al coche. Era una montaña rusa de emociones», cuenta Héctor. «Esto me va a quedar para toda la vida, ves cosas que no deberías ni contar», añade Paulo. Tras recorrer 7.200 kilómetros, dicen que, si su economía lo permite, volverían a hacerlo.