La Voz de la Salud

Jesús Vázquez Conde, enfermo de ELA: «Mi mayor miedo es no poder dormir en la cama con mi mujer. Tener que dormir solo»

Enfermedades

Lois Balado
Jesús, junto a su mujer Chus, durante un momento de la entrevista.

Durante una excursión a la playa con su familia se cayó, hoy tiene decidido que quiere la eutanasia cuando llegue el momento. «Cinco años no es nada, pero es mucho», reflexiona su mujer

24 Jun 2022. Actualizado a las 14:10 h.

Carreras de niños que juegan y chillan, perros que intentan exprimir su paseo de la tarde y vecinos del barrio con más o menos prisa. Todo es movimiento alrededor de una pareja que no forma parte del reparto. Hablan entre ellos, clavados, apartados de todo ese fluir que un día fue también el suyo. Ella, sentada en un banco; él, en su silla de ruedas mecanizada. Desde hace algún tiempo, la velocidad de sus vidas bajó. Jesús Vázquez Conde (Santiago de Compostela, 1964) tiene ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica), una enfermedad que afecta al control voluntario de los músculos. Degenerativa, progresiva e incurable, afecta a 5 de cada 100.000 personas en el mundo. Tiene un pronóstico medio de cinco años de vida tras el diagnóstico. «A mí me han quitado dos», recuerda, otorgando una nueva perspectiva a todos aquellos que se lamentan del tiempo perdido durante el encierro al que obligó la pandemia. Sin diagnóstico, a Chus, su mujer, la ELA también le ha cambiado la vida. Este 21 de junio se conmemora el Día Mundial de la Lucha contra la ELA

Todo empezó con unas caídas. De la primera se cumplirán cinco años en agosto de este 2022. «Fuimos a Louro (Muros), a la playa, y me caía», explica Jesús. «Él decía que era por las chanclas», apunta su mujer, que supervisa el relato. Fue el primer síntoma claro de que algo pasaba, aunque por entonces se camuflase en despistes. «Yo lo achaqué a que, con más de 50 años, ya estás 'escarallado'. Pero nadé, fuimos en piragua... Se me cansaban los brazos, pero aguantamos y lo pasamos muy bien», recuerda sonriendo sobre el día en el que le cambió la vida. Tras esa caída, vinieron otras. Después de la segunda fue al podólogo en busca de explicaciones que no encontró. Él insistía, según cuenta Chus: «Es el pie, es el pie». A la tercera, acudió al médico. Hubo más caídas, pero ya tendrían explicación.

«El médico de cabecera me hizo pruebas neurológicas, test físicos. Me decía ''no tienes fuerza'' y yo le respondía que “de la hostia que me di”. Me derivó directamente al neurólogo». 

Jesús tuvo los primeros síntomas de la enfermedad en el año 2017. MARCOS MÍGUEZ

Antes de la muerte, de la parálisis, de no poder respirar o tragar, la ELA es ya una una peregrinación sanitaria. De prueba en prueba; de especialista en especialista. Una etapa que, en el caso de Jesús, se alargó todavía más ante su negativa de ser ingresado en el hospital para acelerar el proceso. Cuando por fin llegó el día de la cita con neurología, allí se plantó. Un momento que recuerda nítidamente. «Sin mirarme a la cara, bajó los ojos y me dijo: “Parece que se confirma que tienes ELA”. Esas cosas me sientan como una patada. Lo que más me dolió fue que no me mirase. Cuando bajan los ojos para darte una mala noticia me dan ganas de decirles: ''¡Espabila!''». 

«Los enfermos de ELA tardan mucho en diagnosticarse, porque antes van al reumatólogo, al traumatólogo… No es fácil relacionar sus síntomas», comenta Chus. «No hay ningún marcador específico para el ELA», explica. Por eso el informe sobre el paciente —su marido— reflejó «probable ELA». Jesús salió de la consulta con su «probable ELA» sobre el papel y una frase de aquella doctora resonando en su cabeza: «Parece que se confirma, pero tu especialista es otra». Y sobre esa segunda parte del sintagma cimentó algo de esperanza. «Ahí dije, bueno, pues ya me dirá esa segunda médica».

Chus, que además de compañera es enfermera, asumió antes la realidad y puso a sus hijas al tanto. «Yo sabía que tenía ELA. Nos lo dijeron claramente, pero él decía que no. Yo se lo conté a mis hijas y la mayor fue a hablar con él. Él le respondió que no. ''No tengo eso'', le dijo. Y claro, volvió de vuelta a mí, así que le dije: “Bueno, pues entonces borradlo. Bórralo todo. Hasta que él lo decida''». Aceptar la enfermedad, el duelo por lo que viene y lo que no volverá, es un proceso que todo enfermo de ELA debe recorrer. 

La segunda doctora le confirmó su diagnóstico. Se acabó la huida. «Lo acepté. Alguna vez con mi hija habíamos hablado sobre tener nietos, entre bromas. Recuerdo que, después de aquello, quedé con ella en una cafetería y le dije: ''No debes pensar que, porque ahora esté enfermo, tienes que tener un hijo''. Fue la primera vez que lloré por mi enfermedad. Y ella también», dice Jesús, que se vuelve a emocionar al recordarlo. Su mujer le coloca las gafas. 

Asumir la enfermedad y planear la eutanasia

Casi cinco años más tarde de aquella caída, Jesús conserva la movilidad del dedo pulgar de la mano derecha. «Dedo gordo, dedo gordo», repite canturreando mientras lo mueve. También «algo en el tronco», le recuerda su mujer. Respira y traga por sus propios medios. «Cuando me cogen la mano, bien cogida, puedo darla. Puedo apretarte», apunta también. Ha renunciado, eso sí, a poder manejar su silla. «Ya no dirijo esto —dice mirando a los mandos del reposabrazos—. porque podría ir hacia la izquierda, pero ya no a la derecha. Tenía la opción de la bola, pero eso me daba yuyu», dice sobre el mecanismo que permite a los pacientes mover sus sillas con la barbilla: «Me daría un poco de independencia, sí, pero la gente pensaría que tengo traqueo». Reconoce que últimamente está un «poco peor» porque «el diafragma empieza a fallar».

La traqueostomía o simplemente 'traqueo' —a la que se referirá en repetidas ocasiones Jesús— es una cirugía común en pacientes con una ELA avanzada consistente en realizar una apertura permanente de la tráquea y colocar una cánula o tubo en su interior que permita la ventilación pulmonar. Es decir, para que el paciente pueda seguir respirando cuando la musculatura pulmonar falle. 

Tener que someterse a una traqueostomía que le impida comer y hablar, es el punto límite que, cuando descubrió su enfermedad, se había marcado antes de acabar con su vida. Porque no es solo que Jesús hable abiertamente y de manera decidida alrededor de los planes sobre su muerte, es que maneja un sorprendente dominio de la legislación internacional en esta materia. «Siempre me gustó», dice. «Para ir a Holanda a realizar la eutanasia hay que tener pasta, preparar toda una logística... Yo quería prever eso. Tener el dinero y que mis hijas organizasen todo. En Suiza, por ejemplo, es mejor hacerlo cuando aún puedas mover los brazos, porque si puedes coger la bebida con tus propias manos no es delito», detalla. Tener el control sobre cuándo decir «hasta aquí» fue su primera prioridad tras asumir el diagnóstico y darse de alta en AGAELA (Asociación Galega de Afectados de Esclerose Lateral Amiotrófica)

Chus es enfermera en el Hospital Lucus Augusti.MARCOS MÍGUEZ

«¿Qué es lo que se hace siempre cuando te diagnostican una enfermedad? Pues lo primero que haces es coger el ordenador y empezar a mirar. Le dije que lo primero que tenía que hacer era apuntarse a la asociación. Y allí fuimos, aunque tuve que escuchar quejas por su parte. Fue andando, con las dos hijas, y le dijeron que era muy raro que acudiese allí alguien andando», explica Chus antes de que Jesús vuelva a tomar las riendas del relato: «Todo lo que me contaban, me lo tomaba todo un poco a coña —Jesús, pese a todo, anda sobrado de sentido del humor—. La gente de las asociaciones sabe mucho, pero te lo pintan todo muy crudo. Hubo un momento en los que les pregunté sobre qué solución tenía, qué podía hacer yo si no quería seguir, y me dijeron que había la sedación. ''¿Me estás diciendo que la única posibilidad es que vaya a Bélgica u Holanda para poder morir?'', les pregunté». Esa era su principal preocupación por lo que ejerció un destacado activismo para lograr aprobación de la Ley de Eutanasia en España. Una norma que vería la luz en junio del 2021. El sí del Congreso de los Diputados a la ley fue un momento de «gran alegría» para él, aunque sigue con preocupación la actualidad política, consciente de que hay partidos que abogan por su derogación.

«Es poco tiempo, pero el tiempo pasa lento»

Antes de que la ELA fuese parte de su vida, Jesús no sabía prácticamente nada sobre la enfermedad. Conocía, claro, a Stephen Hawkings y le había impactado la historia de Francisco Luzón, el exbanquero que afrontó la enfermedad y que, tras entender que no existía una cura, decidió abrir una fundación para la investigación de la ELA. «La Fundación Luzón funciona muy bien. Los enfermos del ELA, en un 99 % de los casos, son solidarios entre ellos. Tengan la ideología que tengan, estén a favor o en contra de la eutanasia, siempre se respetan», asegura. 

Desde aquellas lecturas como espectador a su vida como protagonista, Jesús ha entendido que el ELA es mucho más que lo que pesa una silla. Junto a su familia, ha tenido que mudarse de su casa —con escaleras— e irse a vivir de alquiler. «Tenías que ver cómo subía esas escaleras. Era alucinante. Enganchaba el bastón en el pasamanos y movía los pies para intentar subir. La casa era nuestra, pero hubo un momento en el que les dije: “Yo no puedo más chavalas, me tengo que ir a un hotel”». 

Si buscar piso es ya una pesadilla para cualquier persona, para un enfermo de ELA y su familia la experiencia se sublima. «Empiezas a mirar y mirar pisos. Necesitas uno que esté adaptado, que esté más o menos por aquí cerca, que era por donde él trabajaba... Menudo casting. Ves una y dices ''uy, esta me gusta''. Llegas y te dicen: ''Tengo gente antes''. O tenían dos habitaciones y nuestras hijas protestaban porque querían tener su propio espacio. Cuando por fin alquilamos, ni siquiera pensamos en si la silla cabría en el ascensor. Por suerte, entró», comenta. 

Jesús y Chus pasean por el Campo de Marte, en A Coruña.MARCOS MÍGUEZ

Ahora, adaptándose, siguen adelante con su vida, que cada vez precisa de más y más periféricos. «A medida que va empezando la enfermedad vas haciéndote con más arsenal. Aprendes lo que son los productos de apoyo. Primero tuvimos una grúa de bipedestación, ahora tenemos otra grúa, porque ya no se pone de pie. Tenemos la ayuda de la asociación, que te dan cosas en préstamo. Una grúa para hacer traslados, otra silla para el cuarto de baño, una silla normal para poder andar por casa porque con la grande destroza todo, un sillón que va para arriba y para abajo porque no puedes estar mucho rato en la misma posición... Tenemos un parque móvil… La mitad de la casa está ocupada con sus trastos», dice Chus, a lo que Jesús matiza: «Productos de apoyo». La ELA, además de cruel, es cara. 

 Así es la vida de Jesús y Chus hoy. Probablemente muy distinta a la que se hubiesen imaginado aquel día en la playa de Louro, pero a la que se han ido adaptando. Dicen que no piensan demasiado en más allá de mañana, no porque no les preocupe, sino porque su vida —lenta, pero exigente— se traga todo. «Es duro, es una enfermedad con la que te cansas mogollón. Moverse cuesta mucho, yo dormía como un bebé. Estaba tan agotado que no me quedaban fuerzas para darle vueltas a la cabeza. No me comía el tarro», dice Jesús. «Cinco años es poco tiempo, pero el tiempo pasa lento. Te da tiempo a irte adaptando. Cinco años no es nada, pero es mucho. A veces tenemos la sensación de que está siempre igual. Luego, en la revisión, veías que no», reflexiona su mujer.

La traqueostomía, dios y la muerte

¿Cómo se siente una persona que sabe que tiene una macabra cuenta atrás en marcha? ¿Cómo saber cuándo es el momento de saltar al vacío? ¿Flaquearán las agallas cuando llegue el momento?

Jesús quiere la eutanasia, aunque muestra dudas sobre lo que en principio consideró el punto de inflexión: la traqueostomía. «No quiero la traqueo. Una vez en una charla conté que estaba en contra, pero también te digo que yo no soy médico. Una vez vi a un tipo con una traqueo que comía, que hablaba, bebía y tomaba chupitos. Hasta fumaba. Y yo decía, ''joder, tampoco está tan mal''. También conozco desde hace tiempo a una señora que tiene un ELA bulbar. Está terriblemente mal, pero no tiene traqueo».

La afectación bulbar en la esclerosis lateral amiotrófica (ELA) produce deterioro neuronal en la zona cortico-bulbar del tronco encefálico, afectando al habla y la deglución.

«Posiblemente, cuando me llegue el punto de la traqueo tendré que decir que me la expliquen bien. ¿Aceptaría comer por la barriga? Bueno, si me dicen si me va a doler, si olerá mal, cómo iría al baño... Si me lo explican y me convencen no me importaría. Y si puedo comer algo, mejor», reflexiona Jesús sobre su punto de no retorno». Él quiere saber y explica que ya ha tenido discusiones con algún sanitario por la falta de información que se le da a los pacientes: «A un médico le reproché el que nunca explicasen bien qué era la sedación. Estaba un poco cabreado. ''La sedación es ir muriendo poco a poco. Algunos mueren enseguida y otros tardan una semana''. Pues me cago en todo, me cago en una legislación de la edad media», dice indignado sobre las alternativas previas a la Ley de Eutanasia. 

MARCOS MÍGUEZ

Cuando la conversación empieza a planear sobre la muerte, Jesús abandona la clínica para enfocar su perspectiva desde un punto de vista más humanista. «La muerte es consustancial a la vida. Nacemos para morir. Hay que darle a la muerte el mismo trato que a la vida, que al matrimonio o al divorcio, pero eso no quita que tengas un cierto reparo». Habla de sus miedos. «Mi mayor miedo no es no poder hablar, sino no poder dormir en una cama con mi mujer. Tener que dormir solo». Profundamente ateo, le aterra también traicionar sus convicciones cuando llegue el final. Que la inminencia de la muerte le haga abrazar una espiritualidad que nunca ha profesado. «Yo que soy ateo, pero que tengo una cultura religiosa. ¿En el último momento me saldrá algo así? Eso me duele mucho». Hace unos días tuvo una crisis. Unos dolores de estómago muy fuertes a causa de una medicación, unas pastillas para eliminar salivación. Fue un momento difícil. «Hubo un momento de nebulosa que me dolía todo. Y le dije a mi mujer: «Mami, no te asustes, pero estoy teniendo un momento que parece que es de tránsito entre este mundo y el otro. Tal y como estoy ahora, ¿me darían la eutanasia? Porque yo ya no aguanto más''». Su mujer le pidió esperar, y al día siguiente estaba mejor. «La cosa es que si tú tienes un problema de barriga vas al cuarto de baño cuando quieres. Él no, no puede», explica ella. «No pensé en ningún santo ni en el apóstol», dice él, bromeando, pero reconfortado ante, al menos, no haber caído en brazos de esa fe que él rechaza.

De momento, Jesús no acude a terapia psicológica para lidiar con su enfermedad. «Respeto a toda la persona que necesite, pero no siempre es necesaria», dice. «De momento», responde ella. «Es que hasta ahora lo está llevando muy bien, pero ves que el día que está un poco mal de la barriga ya monta una tragedia griega». 

Su vida sigue. Ralentizada mientras los niños juegan y los perros ladran. No saben hasta cuando ni cómo, pero sigue. «Nos mosqueamos igual que cualquier otra pareja», comenta él. Ambos muestran fortaleza y determinación. Cierta melancolía y un humor ácido. Jesús sigue adelante, descubriendo nuevos achaques. «Tengo dolor, pero tengo un dolor moral, porque la falta de vida al respirar es dolorosa». Su enfermedad tiene mil aristas: físicas y psicológicas, pero también económicas y políticas. «Me quejo, pero intento ser buena persona». 


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