Vivir esperando un trasplante: «Cuando escuchas una ambulancia te preguntas: ''¿Será un riñón?''»
Enfermedades
Sergio, Eduardo y Mariluz viven pendientes de recibir una llamada de teléfono que cambie sus vidas; el primero espera su primer órgano, Eduardo el segundo y Mariluz ya es la tercera vez que está en lista de espera
16 Oct 2023. Actualizado a las 11:48 h.
Sergio Castiñeira, Eduardo Iglesias y Mariluz Grande son tres vidas completamente diferentes. El primero, nacido en Monterroso, era empleado en una granja de vacas; el segundo, pontevedrés, jardinero de 50 años; y la tercera, ourensana y religiosa, trabaja como profesora en el colegio Divino Maestro de Ourense. Provincias diferentes, edades diferentes, profesiones diferentes sin, aparentemente, nexos en común. Sin embargo, todos esperan una llamada de teléfono. Una conversación breve ante la que habrá que decir «sí» o «no». Con toda probabilidad será un «sí», una respuesta que les sirva para olvidarse de las sesiones de diálisis, la técnica que les permite seguir esperando. Y los tres aguardan por lo mismo: un riñón que sustituya al suyo. Sergio espera por primera vez; Eduardo, por segunda; Mariluz ya es la tercera vez que tiene que esperar.
Este 14 de octubre los tres seguirán con sus vidas y el teléfono en su bolsillo. Todo en una de las fechas que el calendario tiene para concienciar sobre la importancia de la donación de órganos, tejidos y trasplantes —hay varias, pero la causa lo merece—. Son tres nombres de una lista que va y viene; que cada año cuenta en España con cerca de 5.000 pacientes.
La primera vez: Sergio
Sergio Castiñeira, de 33 años, no había cumplido los 30 cuando algo salió mal en una analítica rutinaria. Sus problemas de tiroides habían pasado al riñón. «No me explicaron con exactitud de lo que se trataba, porque no lo sabían ni ellos. Empecé con consultas cada seis meses y controlar la evolución del problema. No se encontró solución y tuve que empezar la diálisis. Así, llevo dos años», explica con aplomo. No se hace demasiadas preguntas, simplemente tira para adelante. Nadie en su familia había presentado antecedentes de insuficiencia renal. Le tocó a él. «Me cambió bastante la vida, claro. Pero es que hay que darle palante», resume.
Lleva dos años esperando a que suene el teléfono. Su historia clínica hizo recomendable optar por un trasplante de donante muerto y no de un familiar o amigo vivo. La espera no debería —o al menos no acostumbra— ser tan larga, pero el covid lo complicó todo. Aquellos quirófanos parados en el 2020 siguen teniendo secuelas en el 2023. «Hay que esperar», repite sin demasiados síntomas de impaciencia pese a llevar dos años teniendo tres citas semanales con la diálisis: «Estoy allí cuatro horas y veinte. Vuelvo cansado. Al final, la máquina te está limpiando la sangre, hace la función del riñón.Pero soy joven, y eso ayuda».
La lista de espera corre y su nombre debería no tardar demasiado en salir. Sergio forma parte de una generación que apenas sabe lo que es vivir sin estar localizable. ¿A cuántos millennials conocen que salgan de casa sin el teléfono? Si en estos tiempos cualquiera siente ansiedad al olvidarse al móvil, imaginen su caso. «Cumplo los requisitos. Sabes que a cualquier hora te pueden llamar y decirte, ''oye, vente para aquí que hay que hacer el trasplante''», explica. Hasta entonces, sigue con su vida. Una vida sin sal ni alcohol; una vida que no le permite jugar al fútbol ni hacer bicicleta. «Si te llevas balonazo en la espalda, el riñón se puede lesionar. Y la bicicleta es mucho esfuerzo para los riñones». Pero no ha dejado de hacer deporte, en el pádel ha encontrado una alternativa relativamente segura. Pero en esos momentos, tampoco se permite dejar su teléfono en silencio: «Casi siempre lo tengo con sonido, por si acaso. Nunca sabes cuándo te pueden llamar. Te dan poco tiempo. Tienes que vivir con el móvil, dispuesto para que a deshora te digan: ''Vente para aquí''. Cuando estoy jugando al pádel, por ejemplo, si alguien llama, salgo corriendo a ver qué pasa, a ver quién es o quién no es. Vives con ese agobio».
No falta mucho para Sergio. Está de baja y echa de menos trabajar. «La verdad es que tengo muchas ganas de volver. Compatibilizar el trabajo con esto es una odisea. No puedes hacer esfuerzos, casi nada, es imposible. Trabajaba en una granja de vacas y es incompatible», explica. No falta mucho para volver.
La segunda vez: Eduardo
Eduardo, de 50 años y vecino del barrio de A Parda (Pontevedra), rompe los estereotipos, el guion preestablecido y el relato romántico que uno podría esperar de una persona que está esperando a ser trasplantado. Nos hemos acostumbrado a pensar que la llamada siempre es una alegría, obviando que la insuficiencia renal no es incompatible con los temores de cada uno. Eduardo está nervioso. Un compañero fue llamado esta semana y siente que su turno está cerca. Tiene ese pálpito. «Bueno, yo es que le tengo un poco de respeto, ¿me entiendes?». Sorprende cuando no debería sorprender a nadie. ¿Respeto a qué?, se le pregunta. «Al trasplante», responde. La pregunta no era muy buena. ¿A qué iba a ser, sino? «Estoy haciendo diálisis en una clínica en Pontevedra y estoy muy contento. El martes trasplantaron a un compañero mío y todo fue muy bien». Se le repregunta sobre ese «respeto». ¿Es porque está asustado o porque actualmente la diálisis —de la que acaba de salir cuando nos atiende— no le causa demasiados problemas en su vida diaria? «Es que eso de entrar en quirófano... siempre llama un poco la atención». Queda aclarado, no hace falta decir más.
A Eduardo no le gustan los móviles, pero tiene que estar pendiente del suyo. Pese a todos los temores, pese a cualquier fobia tecnológica, cuando su teléfono suene, sabe qué va a decir. «La respuesta va a ser sí». Sus pocas ganas de estar tumbado en una mesa de operaciones no son nuevas, ya ha pasado por esto. «La primera vez yo estaba en casa durmiendo. Me despertó mi madre porque llamaban para ser operado. Yo al principio no quería ir, pero es que con 14 años siempre tienes la cabeza pensando en otras cosas. Todo es muy rápido: llegas, te depilan un poco y ya vas para el quirófano».
Jardinero de profesión —actualmente de baja— no es el primero de su familia que ha padecido insuficiencia renal, un problema que en él apareció «de muy pequeñito». Tan joven que ni se acuerda de cuándo empezaron a aparecer esos primeros rastros de sangre en su orina. la diálisis se retrasó hasta los 14 años. Un año después llegó su primer riñón, de un donante fallecido. Le duró treinta años, muy por encima de los cálculos más optimistas. En enero de este año volvió de nuevo a someterse a diálisis y a los pocos días volvió a ingresar en esa lista que había abandonado tres décadas antes.
La tercera vez: Mariluz
Mariluz Grande no lo eligió, pero su caso le ha convertido en testigo de excepción de la historia de los trasplantes en España. Con 59 años, espera su tercer órgano. No lo tiene fácil, cuarenta y cinco años después de su primera intervención cuando no era nada más que una niña, su cuerpo se ha vuelto exigente. «Lo tengo más complicado. Cuando ya te han realizado dos trasplantes, el organismo genera anticuerpos. Ya tengo unas defensas creadas y es complicado encontrar un riñón que no rechace. De hecho estoy en una lista especial a nivel nacional, porque no es fácil», comenta.
Su «no es fácil» se traduce ya en catorce años en diálisis y más de una década en esa lista. Lo que el lector pueda estar pensando, ya lo ha pensado ella, no le coge de nuevas: «Claro que a veces se te pasa por la mente de que tal vez nunca pase, pero la esperanza no se pierde. A veces agota un poquito.Tienes compañeros que tienen que esperan a un primer trasplante, ves que están tres cuatro años y que les llega; otros fallecen. Claro que a veces no se hace fácil», dice.
Sus problemas empezaron cuando era una niña de 11 años. «Con esa edad me quedé sin vista. Me llevaron al oculista y se dieron cuenta de que algo pasaba. Tuve la suerte de caer en las manos del doctor Martinón (padre) y me mandaron directamente a Barcelona porque se dieron cuenta de que los riñones no es que funcionasen mal, es que funcionaban fatal. Tenía la tensión disparada», era el año 1978, unos meses antes de que la Ley de Trasplantes fuese publicada en el Boletín Oficial del Estado. La antesala de lo que sería, con el paso de las décadas, el gran orgullo de la sanidad española. Escuchar su experiencia es observar la historia de nuestro país desde una posición privilegiada.
«Cuando comencé este proceso, es también cuando se empezaban a hacer trasplantes en Barcelona. Era una niña, se estaba redactando la Ley de Trasplantes y veía cómo se reunían. Y yo escuchaba. Allí empezó todo lo que hoy tenemos, la evolución ha sido tremenda. Es de las cosas que yo, en medicina, he notado más evolución. Por ejemplo, las máquinas de diálisis. Nada que ver. En cuanto al trasplante; el segundo tampoco nada que ver con el primero. La primera vez estuve encerrada un mes entre cristales, fue muy duro; en el segundo trasplante estuve en el hospital nada más que diez días. La evolución es impresionante en lo quirúrgico, en la recuperación e incluso en cuanto a la medicación. Y por supuesto en el número de donaciones. En el 78, las donaciones llegaban a través de un fax. Pero ese fax sonaba una vez cada trimestre. Hoy, gracias a dios, hay muchas más», relata.
El primer riñón que recibió, con solo 14 años, se lo dio su madre. Y le duró 20 años, de nuevo, mucho más de lo que suele ser la vida media de estos órganos. «Viví toda la adolescencia y la juventud con un riñón de mi madre. Fue como darme la vida por segunda vez, es un vínculo muy fuerte», asegura. A los 34 años volvieron los problemas y entró de nuevo en la lista. Esta vez recibió un riñón de un paciente fallecido. «Los riñones trasplantados tienen caducidad. Empezó a fallar, a funcionar regular y de nuevo entré en diálisis. Me aconsejaron volver a Galicia —ella es ourensana, pero su trabajo de maestra le ha llevado por distintos puntos de la geografía española— porque en aquel momento era donde mejor estaban los trasplantes. Pedí el traslado y me vine a Santiago. Estuve un año y dos meses en espera, me llegó de un señor que había fallecido de muerte encefálica y me funcionó durante once años».
Mariluz no ha dejado nunca de trabajar. Nunca se ha cogido una baja. No es ni más valiente ni menos que los que sí deciden o tienen que parar, pero el dato sirve para hacerse una idea de su fortaleza. Física y mental. «Nunca me he sentido una persona enferma», repite. La primera vez que nos ponemos en contacto con ella para conocer su historia nos atiende en plena sesión de diálisis y nos pregunta si podemos llamarla más tarde. Porque el móvil siempre está cerca. Siempre se atiende. Así ha aprendido a vivir. Camino de los quince años pendiente de que la persona que esté al otro lado de la línea le diga que se acabó la espera. «A lo mejor algún día puede ser. Siempre piensas en esa posibilidad cuando suena el móvil. O cuando escuchas las sirenas de la ambulancia te preguntas: ''¿Será un riñón?'' Pero sí. El móvil, el timbre por la noche... De hecho, en mi segundo trasplante sonó el teléfono a las tres de la mañana. Fue un buen despertar. Tanto como que tenía fiebre y se me fue de la emoción». Mariluz sigue esperando, pero siempre activa. «Algún achaque empiezo a tener, pero sinceramente lo llevo bien. A veces el fósforo elevado, el calcio elevado, algunas cositas propias de diálisis. Pero se lleva», dice. Siempre esperanzada.