La Voz de la Salud

Ángel Cobos, paciente de cefalea en racimos: «En las semanas más críticas, si llego a tener un revólver me hubiese pegado un tiro»

Enfermedades

Lois Balado
Ángel Cobos, de 52 años, comenzó a padecer cefalea en racimos a los 42.

Los dolores de cabeza constantes llegaron a su vida de forma súbita, diez años más tarde recopila sus vivencias en un libro que se presenta este sábado en Santiago

26 Oct 2024. Actualizado a las 11:31 h.

El punto de inflexión de una vida, ese momento que marca el antes y el después, no siempre es memorable. Lo importante no siempre está rodeado de épica. A diferencia de lo que ocurre en la ficción, a la realidad le trae sin cuidado introducir los clímax narrativos en escenas insulsas porque no tiene que vender libros ni asegurar éxitos en taquilla. A Ángel le cambió su vida una noche en la que estaba viendo la tele. Así, sin purpurina. Tan costumbrista fue que ni siquiera recuerda qué programa estaban poniendo. «Empezó hace algo más de diez años, cuando tenía 42. Siempre cuento de broma que fue por culpa de estar viendo la tele. Me empezó un dolor extraterrestre, algo muy marciano que nunca había sentido». Así, de la nada, viendo un programa del que ni se acuerda, debutó en Ángel Cobos su cefalea en racimos para cambiarle por completo la vida.

Si usted es una persona que jamás ha tenido cefaleas que se escapen de lo ordinario, de esas de ibuprofeno y a seguir, ¿qué pensarían si de la noche a la mañana les empieza a devorar el dolor?, ¿si esos dolores son cada vez más frecuentes, llegando a colarse entre lo diario? El neurocientífico Robert Sapolsky cuenta en uno de sus libros que los avances de la medicina durante el último par de siglos nos llevan siempre, ante cualquier dolor lo suficientemente inespecífico, a que nuestra ansiedad tienda a pensar en un problema lento y acumulativo, un contexto idóneo para que nuestros relatos terribles encajen. Y ahí, el rey es siempre un tumor cerebral. «Aunque no conozco al lector, puedo predecir con certeza que no seguirá tumbado, pensando "lo sabía, tengo lepra"; nuestras noches no están llenas de preocupaciones sobre la viruela, la escarlatina o la malaria», bromea el investigador norteamericano. Por supuesto, el cáncer encajaba entre las hipótesis de Ángel, pero pronto las pruebas lo descartaron. Lo suyo era otra cosa. 

«Cuando empezaron a sucederse estos dolores, inicialmente no era todos los días, pero cuando empezó a ser recurrente acudí a mi médico de cabecera. Fue él quien me diagnosticó cefalea en racimos y me dijo que fuese a ver a un neurólogo. Desde entonces, las visitas al hospital se multiplicaron. Yo prácticamente nunca había ido a un hospital y en los últimos diez años es casi lo único que hago», cuenta. Su último episodio de dolor ha sido en la misma tarde en la que esta conversación se produce, un par de horas antes. «No quiero pensar que estoy acostumbrado, pero de alguna manera así es. Siempre ando con dos cartuchos o tres de medicación en mi cartera —triptanes inyectables—, no puedo salir a la calle sin mis paliativos. Sé que mientras estoy en la calle, me va a dar al menos un episodio», relata. 

Aunque el debut fuese sin artificios, es verdad que a la enfermedad no le falta relato. Cuenta Ángel que a la cefalea en racimos la llaman «el dolor del suicida». Es cierto que es el habitual paradigma cuando se les pregunta a los especialistas sobre cuál es el peor dolor que le puede tocar padecer a un paciente. A los médicos no les gusta ser demasiado categóricos con esto, solo cierta insistencia les hace deslizar opciones, pero la cefalea en racimos y la neuralgia del trigémino suelen estar entre las más votadas. De ahí el título del libro que acaba de publicar y que presentará este sábado en Santiago de Compostela: Memorias de un suicida (un ensayo sobre el dolor) (Libros Suicidas, 2024). El acto se celebrará en A Medusa a las 12.30 horas. «Sin duda, el dolor es lo peor que existe. No soy un gran aficionado a pasar por esta vida para pasarlo mal. En algún momento, en esas semanas críticas de tener seis o siete episodios diarios de dolor, si llego a tener un revolver al lado me hubiese pegado un tiro», hasta ese punto asegura haber llegado, aunque luego habría que verse: «Está claro que no puedo saber si me hubiese atrevido, nunca he tenido una pistola a mano, así que preferí escribir un libro».

Que como vino, se vaya

La enfermedad no tiene cura, solo tratamiento paliativo. Cuesta imaginar la intensidad del dolor y a él le cuesta explicarlo. Cree que solo alguien que padezca lo mismo que él podría entenderle, pero lo intenta: «Podría decirte que es que te quema por dentro, algo que te pincha por dentro, algo que te sierra por dentro empezando por detrás de mi ojo izquierdo». Esto, dos o tres veces al día; una si es un día bueno. «Todos los días tengo episodios. Pasan muchos meses hasta que encadeno dos días de tranquilidad», dice con la normalidad del que, efectivamente, parece estar acostumbrado. 

Ángel Cobos en un mirador de su ciudad, Santiago de Compostela. PACO RODRÍGUEZ

En una década viviendo así, pocas conclusiones ha sacado. Las respuestas que encuentra desde la medicina son a la vez todo y nada. Su neurólogo le dijo un día: «Ángel, tu dolor de cabeza se va a marchar del mismo modo en el que vino, de un día para otro. No hay otra explicación». Con esta esperanza y desesperanza le toca convivir. Si no llega una cura antes. Mientras tanto, tendrá que esperar, instalado entre el sí y el no. Mucho que decir y poco que contar, decía Arsenio Iglesias. «Lo que me dice mi médico es que al parecer esta enfermedad va a ser mejor según pase el tiempo. Las crisis se irán espaciando, la intensidad irá decreciendo hasta que desaparezca».

—¿Y este patrón que te han hecho se está cumpliendo?

—No. En absoluto.

Cuando cumplió 50, en consulta, preguntó a su neurólogo cuándo llegaría el gran día. «Le pregunté a qué edad se irían estos dolores y me dijo que aún no estaba en la edad de que desaparezcan. Me hizo polvo. Me quedé tan planchado que no me fui capaz ni de darle réplica», explica. Porque las uvas de este racimo no se acaban nunca y no dan tregua. Ni de día ni de noche. «Mi cefalea tiene una característica, que es que te despierta. Tú estás durmiendo y a las cuatro de la mañana empieza un dolor muy intenso detrás del ojo izquierdo. Y nada. Es sentarse en la cama, pincharte un triptán y esperar a que pase». 

Ángel conserva el humor, que también ha trasladado a su libro. Pese a todo, es un tipo divertido. «En el libro cuento lo que para mí es el dolor, este dolor. Es un ensayo ficcionado, porque hay más literatura que ciencia. Creo que en muchos casos se cuenta de manera divertida mi experiencia, mi relación con él. Para mí el dolor es lo último, lo más indeseable. No creo que lo haya pequeño, pero también creo que el que yo sufro es de los más aterradores». La parte buena, pongan las comillas necesarias, es que ha tenido suerte con su entorno. Su pareja y amigos le comprenden y acompañan. En su empresa —es electricista de profesión— siempre han respetado sus convalecencias. Breves pero continuas. «Nunca, cuando he tenido que ausentarme porque me duele la cabeza, me han puesto problemas. Siempre he informado a mis responsables que a lo largo de mi jornada este problema me va a aparecer una, dos, tres veces y que tengo que parar», reconoce. Puestos a enfocarlo desde lo optimista, también encontró un tratamiento de rescate relativamente pronto. «Al principio tomaba dexketoprofeno —un antiinflamatorio no esteroideo, de la familia del ibuprofeno pero más fuerte y que todos conocerían por su nombre comercial—, pero no me hacía nada. No se me pasaba». Por suerte apareció el triptán. Y ahí está, esperando para ver qué es lo que llega antes. «Realmente, en este punto confío más en que se vaya a ir espontáneamente que en que aparezca una cura, pero yo por acaso voy a seguir poniéndome esta medicación». En la balanza de riegos-beneficios, concluir eso tiene todo el sentido teniendo en cuenta que en su día deseó un revólver. 


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