Misofonía, sonidos que desatan un infierno: «Cuando me ha pasado con la lluvia, mi única gestión ha sido llorar»
Salud mental
Ana y Aina padecen esta condición neurológica que se caracteriza por la aversión a determinados sonidos y que es todavía muy desconocida
30 Oct 2024. Actualizado a las 11:04 h.
Ana advierte, nada más descolgar el teléfono, que es muy posible que se emocione. No es la primera vez que le pasa. Piensa en lo perdida que estuvo hasta hace un par de años, cuando leyó por primera vez en Internet un post sobre la misofonía. Hasta entonces, había asumido que simplemente era «maniática, rarita». Nunca había entendido el porqué del rechazo, la ansiedad y la ira fuera de lo normal que le provocaban los estornudos de su madre. Y se le entrecorta la voz cuando mira atrás y piensa en cómo ella, ya fallecida, se habría sentido ante sus malas caras. El elefante en la habitación que nunca se mencionó.
«Yo siempre supe que me pasaba algo. No sé si empezó ya de niña o durante la adolescencia, pero el caso es que era muy jovencita. Cuando mi madre estornudaba, que lo hacía muy a menudo, me producía una rabia, un asco, un malestar muy grande. No lo podía controlar, mi cara se descomponía. Mi madre me miraba y, aunque no montaba un pollo ni nada, sí notaba que algo pasaba. Me ponía muy tensa, me daba mucha rabia y mucho asco. Eso fue la primera vez que lo noté», recuerda Ana sobre aquella niña, hoy profesora de instituto de 58 años, que tardaría muchos años más en entender su condición. Pero antes de descubrirla, pasaron décadas en las que camufló lo que ocurría: «Crecí y asumí que era maniática. Mi madre nunca me dijo nada, pero luego yo sufrí, sobre todo después de su muerte, pensando en lo mala hija que había sido y en cómo había tratado a mi madre poniéndole esas caras. Nunca lo llegamos a hablar». Aclara Ana que en su infancia, la opción de acudir a un psicólogo no era una posibilidad que ni tan siquiera se contemplase. No por estigma ni nada parecido, es que directamente no estaba sobre la mesa.
Respuestas emocionales similares se repitieron a lo largo de su vida. «Tenía una amiga, ya siendo bastante más mayor, que sorbía por la nariz todo el rato y tenía algunos tics. Me ponía, que no te puedes ni imaginar. Pero lo aguantaba. Claro, no le iba a dar de lado solo por eso, pero lo pasaba bastante mal». Pero lo que Ana aguantaba, acabó por desbordarla. Primero porque llegó un problema del que no podía escapar, porque se coló en su propia casa. «Yo vivo en un bajo y justo al lado tenía una familia que estaba okupando una vivienda, muy cerca de mí. La mujer silbaba continuamente porque no tenía móvil para llamar a su marido; se pasaba el día silbando. Recuerdo hablar con teléfono con mi prima y contarle que no podía soportarlo. Ella me decía que me controlase, que qué me pasaba. Pero es que no podía», asegura. Fue el prefacio, con la pandemia, con el encierro, todo colapsó.
Confinada como todos, su bloque fue uno más de los cientos de miles de bloques de España que se convirtió en vivienda, oficina y colegio. «Tenía una familia arriba. La madre teletrabajaba y el niño se pasaba el día corriendo para arriba y para abajo. Todo el día. No lo soportaba. Yo era incapaz de subir a decirles nada, porque tengo un problema con el conflicto. Y además, ¿qué les iba a decir yo? ¡Si es que es un niño! Aguantaba y aguantaba», explica con angustia. El caldo ya estaba listo para hervir, la ansiedad —una respuesta íntimamente ligada a la misofonía— ya en ebullición como en tantos otros cazos durante el covid, acabaría por dinamitar todo y abrir de par en par las puertas a la misofonía, bautizada por fin para bien y para mal. Lo que había tragado tanto tiempo, dejó de ser digerible.
Todo vino a raíz del golpeo intermitente de una puerta desencajada. Un ruido repetitivo y constante en la portería, al lado de la vivienda de Ana. Ese sonido machacón se convirtió en un infierno que centró toda su atención. Peleó con la comunidad para arreglarla. Conflicto, ansiedad, más misofonía. En su cabeza se coló también el ascensor hidráulico. «Todo esto fue a más, tenía un discurso interno que me alimentaba; no podía soportar más a los vecinos. Estuve a punto de vender el piso y comprarme otro, pero no podía. Sentía verdadera angustia de llegar a mi casa, era como una guerra en la que me atacaban por todos los flancos. Porque estaba el ascensor, luego la puerta. Pero yo soy consciente de que si viviese en un segundo, probablemente hubiese sido cualquier otra cosa», reconoce. Asume también que, al haber padecido esta condición toda su vida, desconoce el límite entre lo molesto para la población general y lo propiamente misofónico —si es que esta parcela existe—. «Suele pasarme con ruidos repetitivos, puede ser una gota que caiga en una cañería o cualquier otro ruido. Son sonidos seleccionados. También dicen que suele haber un discurso detrás, un trasfondo con respecto a quien lo emite, ¿pero qué discurso iba a haber detrás de los estornudos de mi madre? Porque yo no le tenía manía ni nada parecido. Es todo muy raro, creo que hay un mundo por descubrir», detalla.
Actualmente realiza psicoterapia por videoconferencia con una clínica en Madrid, donde trabaja su psicóloga Cristina. Una opción que encontró tras descubrir casualmente en Internet que esos sonidos seleccionados no solo le hacían la vida imposible a ella. «Estamos en ello, porque estoy en tratamiento, pero una maravilla». Está mejor. «Descubrí esto de la misofonía en la pandemia, buscando en Internet, y de repente me sentí súpertranquila al saber que existía un término para describirlo después de tanto tiempo. He leído que no está reconocido todavía, que lo asocian a la ansiedad. Y sí, se agudiza con la ansiedad, pero no solo, ni tampoco es una cuestión fisiológica de mi oído», explica. Tras años y años reprimiendo esta sensación —cuenta, por si pudiese ser importante para su historial clínico, que también padece colon irritable—, ahora la cuenta y pone cara a la misofonía para que, si alguien busca en Internet síntomas como ella hizo, encuentre más de lo que ella pudo. Que la bola siga creciendo.
Aina, 22 años
A Ana y a Aina las separa una i y 36 años. También un abismo de oportunidades a la hora de descubrir en una etapa temprana qué es lo que les pasa. «Desde pequeñita he tenido esta reacción ante los sonidos. No recuerdo una vida anterior a esto. Me ha costado entender que es algo fuera de lo 'normal' —insiste en usar esta última palabra entre «muchas comillas»—, pero había algo que estaba afectando a mis relaciones personales, a mis amistades, en cualquier sitio al que iba. Desde siempre recuerdo esa reacción cuando alguien estaba comiendo, es algo muy extraño que nadie puede entender. Yo puedo estar comiendo, escucho ese sonido y me entra muy mal humor, una ira que soy incapaz de gestionar llegando a llorar de la frustración. Y cuando empiezas a ver que esto no solo te pasa en un ámbito, sino que te pasa en mucho otros, hace que te plantees muchas cosas», inicia.
Y pone ejemplos. El primero, el más candente. En plena etapa universitaria, irse o no a vivir a un piso con otras compañeras se convierte en una encrucijada. «Si hay una serie de sonidos que me molestan, generándome una sensación de ira desproporcionada que no puedo controlar, ¿puedo irme a vivir con gente? Porque lo voy a pasar mal yo, sobre todo, pero la otra gente también», recalca.
Aina nació 36 años después que Ana, por lo que cuando esta situación comenzó a suponer un problema grave ya estaba realizando psicoterapia. La importancia del contexto. Ha podido entender antes el por qué, aunque eso no le haya aliviado sus consecuencias. «Yo he estado sentado al lado de una persona y que me moleste su respiración. Un sonido que, de por sí, no debería molestar a nadie», ejemplifica, dando a entender que la misofonía no atiende a razones exclusivamente de falta de decoro como una boca masticando abierta. «Hay sonidos que son muy bajitos que escucho de manera muy intensa porque tengo esa sensibilidad. A la gente no le causa especial molestia una persona que esté tecleando o manejando un ratón de ordenador. O el sonido de la lluvia. Mira, las veces que me ha pasado esto con la lluvia me ha cogido cuando estaba durmiendo. Me interrumpe y me desvela. Y la verdad, la única gestión que he tenido en estos casos es llorar porque la ira y la ansiedad sobrepasan mi límite. Lloro por desesperación e impotencia», cuenta.
Conocer el término, su alcance, tampoco le ha impedido sentir la incomprensión de quienes la rodean. Ha visto con frecuencia cómo no se entienden sus mutis por el foro en comidas familiares, por qué no quiere hablar con nadie, por qué en cuestión de cinco minutos su humor da un giro de 180 grados. Pero en cualquier caso, su casa no deja de ser «su lugar seguro», donde no le ha importado ponerse trozos de papel en los oídos para evitar escuchar, el sitio donde se permite estas reacciones, algo que no siempre puede hacer fuera porque jamás se entenderían. Por eso se ofrece a contarlo: «Primero, por visibilidad; segundo, por recursos. No sé si reconocerlo en los manuales diagnósticos puede ayudar, que yo creo que sí, pero al menos ponerle nombre porque creo que es mucho más frecuente de lo que nos imaginamos. E intentar buscar soluciones, porque creo que es algo que mucha gente no conoce ni entiende».