El falso espejo de los años setenta
Mercados
02 Oct 2022. Actualizado a las 05:00 h.
La comparación de la enrevesada coyuntura económica actual con la vivida en la década de 1970 parece haberse puesto de moda. Esta ansia de parangonarse con momentos o períodos del pasado es algo bastante repetido en situaciones complejas de la economía. Recordemos que en la crisis financiera del 2008 se impuso el recuerdo de la Gran Depresión de los años treinta del siglo XX. Y hace no mucho, no era raro encontrarse con la pregunta de si, tras la pandemia, nos esperaban unos nuevos «locos años veinte». Ahora es la gran perturbación que arrancó en 1973 —la llamada «crisis del petróleo», que trajo consigo la funesta estanflación, inflación y estancamiento a un tiempo — lo que algunos observadores ven brillar sobre el espejo.
Lo que lo explica en mayor medida es el retorno de la inflación. Hay que remontarse cuatro o cinco décadas atrás para identificar en el mundo desarrollado tasas de aumento de los precios de dos dígitos como las que ahora rondamos: más de una generación sin conocer lo que es de verdad el diablo inflacionista. La tentación de compararse con aquel tiempo es fuerte. También por su causa principal: el shock energético brutal, acompañado de otras perturbaciones en los mercados de materias primas.
La analogía con los años setenta —que también se ve favorecida por los nuevos tambores de guerra fría— a veces se extiende a la reacción que siguió en las políticas económicas. Ya se sabe: un viraje crucial hacia un conservadurismo económico extremo, del que el thatcherismo o la reaganomics fueron máxima expresión, y que más o menos suavizado se mantuvo durante unos cuantos lustros. Ahora podría esperarnos, se profetiza, algo parecido. Un primer episodio lo tendríamos en la reciente y enorme reducción de impuestos (por más de 50.000 millones de euros) que acaba de anunciar el Gobierno británico.
Sin embargo, a poco que entremos en detalles, toda esa comparación resulta bastante inconsistente. El mundo y la economía de hoy se asemejan muy poco a los de hace cincuenta años. El papel de la tecnología, el grado de internacionalización o el peso de los servicios son algunos de los factores que marcan decisivamente las diferencias. Centrándonos en el propio núcleo del problema, la inflación, en la de hace medio siglo se observaban tres características que en la actual, de momento, parecen ausentes: su intensidad (en España, por ejemplo, superaba el 28 % en el otoño de 1977), su persistencia (las altas tasas pervivieron más de una década) y la presencia de efectos claros de segunda ronda, es decir, espirales de costes y precios, queentonces jugaron un papel desestabilizador de primer orden. Tales espirales, afortunadamente, ahora no han tenido lugar, pese a los temores iniciales; y en cuanto a la duración, desconocemos la que tendrá el episodio actual, pero todo sugiere que a lo largo del 2023 habrá una moderación importante (hasta el 5 %, según la OCDE).
Por lo demás, el futuro de la economía se muestra ahora marcado por una dinámica de transformación productiva y tecnológica (la doble transición), que impulsa, en particular en Europa, unos procesos de inversión a escala quizá nunca antes vista: nada que ver con lo ocurrido en unos años, los setenta, en los que el modelo de crecimiento surgido en la posguerra se mostraba, sin más, agotado. En cuanto, a la posibilidad de un viraje hacia el conservadurismo, ¿quién sabe?: razones económicas y políticas se entrelazan para dificultar los pronósticos. Pero si uno recuerda cómo recibió a Thatcher el mundo de los negocios y lo compara con lo ocurrido en el Reino Unido la semana pasada (hundimiento de la libra, posicionamiento de la gran prensa financiera, etcétera) lo sensato parece alejarse de los espejos deformados.