EL REY GOBIERNA, PERO NO REINA
Opinión
ROBERTO L. BLANCO VALDÉS
19 Jun 2001. Actualizado a las 07:00 h.
Sólo en ese laboratorio de calamidades en que han quedado los antiguos estados comunistas podía suceder que un rey depuesto en su niñez se presentase a elecciones, tras más de medio siglo en el exilio, y las ganase. Y que de la noche a la mañana se encontrase en la tesitura de tener que decidir si aceptará ser el primer ministro de un país con forma republicana de gobierno. Aunque es casi seguro que los búlgaros no han votado a Simeón II por ser rey, sino por aparecer como la esperanza blanca de una sociedad desesperada, harta de ineficiencia, pobreza y corrupción, su posición de líder nacional supuestamente situado por encima de la lucha partidista -posición indisociablemente unida a la rey- ha debido ayudarle a dar credibilidad a su mensaje. Mantener tal credibilidad a medio plazo será para el rey mucho más difícil, sin embargo. Y es que Simeón II, o quien actúe a partir de ahora por su cuenta, deberá desde ya mismo empezar a tomar decisiones que sus conciudadanos inevitablemente terminarán por percibir como lo que verdaderamente son: decisiones de partido -pues un partido, o algo que se le parece más o menos, es lo que ha permitido al rey ganar las elecciones- y no de un rey inexistente. La enseñanza de la historia resulta aquí meridianamente clara: en democracia los reyes (de verdad) sólo pueden existir si aceptan un papel que se define justamente por su nula intervención en el proceso de toma de decisiones del Estado, es decir, si aceptan convertirse, en cierto modo, en reyes de mentira. Ese ha sido, de hecho, el larguísimo camino que las monarquías constitucionales acabaron recorriendo desde su instauración en el tránsito del siglo XVIII al XIX: el de su progresiva parlamentarización, o, lo que es lo mismo, el de la creciente pérdida de las facultades decisorias de los reyes. El nuevo estatus constitucional que ese cambio revolucionario acabó por imprimir en las relaciones entre el rey y los poderes del Estado acabaría expresándose, por fin, en una fórmula llamada a adquirir celebridad: la de que el rey reina, pero no gobierna. Simeón II dispone ahora de la posibilidad de inaugurar una fórmula completamente opuesta: la de que el rey gobierna, pero ya no reina. ¿Podría tal fórmula conducir, eventualmente, a la restauración monárquica en Bulgaria? Aunque, al parecer, ni el propio rey se lo plantea al día de hoy, no es descartable que, a medio plazo, un éxito rotundo de la gestión de su partido que así fuese percibido por la inmensa mayoría de los búlgaros pudiese hacer realista una reinstauración de la corona. Simeón II dejaría entonces de ser un rey inexistente para pasar a ser nada más, ni nada menos, que uno de mentira.