La Voz de Galicia

Barcelona olímpica

Opinión

Pablo Mosquera

16 Sep 2013. Actualizado a las 07:00 h.

Me decía un amigo vasco en la sociedad El Sitio, de Bilbao, donde pronunció su famoso discurso Grandezas y miserias de la política don Manuel Azaña, un 21 de abril de 1934, que hay dos espacios multinacionales capaces de transformar el mundo: la organización mundial de la Iglesia, dirigida desde el Vaticano, y el Comité Olímpico Internacional, dirigido desde Lausana, en la neutral Suiza.

Uno de los españoles más influyentes del siglo XX fue el barcelonés universal Juan Antonio Samaranch Torelló, que presidió el COI entre 1980 y el 2001. Artífice para la concesión de los Juegos Olímpicos de 1992 a la Ciudad Condal. Junto a otro gran barcelonés, Federico Mayor Zaragoza, que dirigió la Unesco entre 1987 y 1999, marcaron una época; tras ellos no hemos vuelto a disfrutar de gentes de su talla, capaces de elevar lo que hoy se llama marca España a niveles de competencia que permitan justificar convincentemente el podemos, sabemos y queremos, ser cita de grandes eventos universales.

Fueron los mejores Juegos Olímpicos, para nuestros deportistas y el propio comité internacional y nacional; se logró hacer de Barcelona una ciudad nueva, transformando su tendencia a dar la espalda a la mar, se abrió de nuevo al Mediterráneo. Se convirtió en algo de todos y para todos, lejos de cadenas para abandonar España.

El deporte olímpico es la actividad del sector terciario de la economía con más tirón, capaz de cambiar la faz del territorio, promover ingentes cantidades de visitantes que descubren al país organizador, siendo punto de encuentro para todas las buenas noticias hacia millones de habitantes del planeta azul, gracias a las comunicaciones.

Pero, poco queda del prestigio de aquel país que con Samaranch y Pascual Maragall fueron capaces de convencer, antes, durante y después, en el verano del 92, que España era un país al que se podía confiar la designación para organizar la cita olímpica.

Hoy, y repasando el discurso de Azaña en Bilbao, faltan gentes que busquen y encuentren los alientos sobrados para todos los vuelos, con la capacidad para ponerlos en marcha. Pero para ello es imprescindible un soplo de aire fresco que se lleve a tanto mediocre, encumbrado y aprovechado, y que devuelva al país la emoción por la causa común, terminando con el pesimismo, desconfianza e indignación que nos asolan como fuerza motriz, dentro y hacia fuera.


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