La Voz de Galicia

Peter O'Toole, el príncipe de los perdedores

Opinión

Luís Pousa

16 Dec 2013. Actualizado a las 07:00 h.

Siempre imaginé que Peter Seamus O'Toole se merecía una muerte como la de su admirable Lawrence de Arabia: sobre una motocicleta Brough, a muchas millas por hora en una hermosa y apacible carretera secundaria de Dorset. O al menos tendría que haber protagonizado un largo y entrañable adiós en una de esas casas de cuento que todavía se levantan en la costa de su Connemara natal, donde Irlanda mira cara a cara al fin del mundo conocido. Pero la muerte, como la vida, tiende a ser prosaica y el enjuto actor irlandés apagó para siempre su mirada de acero azul en el Hospital Wellington de Londres, lejos de toda leyenda, rodeado de eficientes enfermeras y tecnología.

O'Toole pertenecía a una estirpe de intérpretes en vías de extinción. Se curtió como marino y periodista antes de desembarcar en las exigentes tablas del teatro londinense, donde varias generaciones de actores se dejaron el pellejo antes de dar el salto al celuloide. El irlandés y los suyos se bebieron el cine y la vida a tragos largos, sin mirar atrás, adueñándose de la pantalla, dominando, como ya nunca se ha vuelto a hacer, los silencios y las pausas apenas con la mirada y convirtiendo en héroes de carne y hueso aquellos personajes que unos guionistas enfermos de alcohol y literatura habían soñado para las estrellas. Era otro cine. Y tampoco merece la pena caer en el masoquismo del viaje en el tiempo, basta con dejarse llevar por aquella filmografía poderosa y genuina.

La interpretación del teniente coronel Thomas Edward Lawrence fue sin duda la cima de su carrera, donde un pletórico O'Toole, ebrio de fuerza e invadido por un personaje de magnetismo sin igual, desbordó el marco del celuloide y dejó que su memorable actuación empapase hasta el último átomo de este largometraje oceánico y maravilloso. En una de las ya clásicas paradojas de Hollywood, el filme se hizo con siete estatuillas (entre ellas las de mejor película y mejor director), pero no hubo Óscar para aquel enorme Peter O'Toole, sino para el inmenso Gregory Peck de Matar a un ruiseñor. Claro que estábamos en 1963 y ese año competían con Peck y O'Toole por el premio al mejor actor unos tipos llamados Burt Lancaster (El hombre de Alcatraz); Jack Lemmon (Días de vino y rosas) y Marcello Mastroianni (Divorcio a la italiana). Casi nada.

Ya nunca ganó el Óscar. Como Alfred Hitchcock (cinco nominaciones). Como los grandes de verdad. Pero O'Toole, nominado en ocho ocasiones, fue el príncipe de los perdedores. Como su inquietante Lord Jim. Como Lawrence. Como el asesino de La noche de los generales. Como Mister Chips. Porque hasta para perder lucía una insobornable elegancia.


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