El lío de Burgos y lo del derecho a decidir
Opinión
19 Jan 2014. Actualizado a las 07:00 h.
Los vecinos de Burgos que no quieren que la avenida donde viven se convierta en un bulevar con aparcamiento subterráneo han ejercido, en términos estrictos, eso que ahora llaman algunos el derecho a decidir.
Es decir, si existe el derecho a que un colectivo de personas decida por su cuenta lo que quiere en cualquier situación y al margen por completo de lo que establecen las leyes aplicables, no hay duda alguna de que los vecinos burgaleses de Gamonal tienen tanto derecho a que se respete su soberana voluntad como el que dicen tener los nacionalistas catalanes, vascos o gallegos a que se respete la de sus respectivos territorios.
Pues, sentado como válido el principio de que la democracia consiste en que cada grupo humano decide lo que le place, al margen de los procedimientos legalmente previstos para adoptar tales decisiones, no se ve la razón que puede haber para afirmar que tienen ese derecho las regiones, pero no las provincias, los pueblos y ciudades o los barrios.
España, país tan original y pintoresco por tantos y tan diferentes motivos, se convertiría, así, en la admiración (o el hazmerreír) de todo el mundo por la invención de un modelo de democracia que tendría como único inconveniente -una mera fruslería- que haría imposible la vida en sociedad.
¿Que una provincia quiere que allí no se instalen centros de rehabilitación de drogodependientes? Bastaría con aprobarlo en una algarada callejera y ya tendríamos los centros vetados en ese territorio. ¿Que un barrio de lujo rechaza que se construyan viviendas sociales en su entorno? Manifestación al canto y se terminó la discusión. ¿Que en una región se opta por la abolición de los impuestos? Pues dicho y hecho: se queman contenedores y se deja de pagar.
El ahorro que todo ello supondría en representantes públicos sería formidable, pues ¿para qué elegir instituciones representativas si los ciudadanos podrían decidir siempre, en plena calle, lo que estimasen oportuno? No sería esto la democracia directa, sino la democracia directísima, democratísima y, ¿cómo no?, algaradísima. Una maravilla que podríamos convertir en mascarón de proa de la tan cacareada marca España: el nuestro, ¡el país más democrático del mundo! Ahí es nada. ¿Cómo comparar con eso, la catedral de León, el Museo del Prado o la Giralda de Sevilla?
Si esto es lo que deseamos, adelante: todos en mogollón, a decidirlo todo a mano alzada o luna rota. ¿Y la ley? ¡La ley, al paredón! Aunque no estaría de más tener un dato, antes de echarse a rodar por el barranco de la soberanía indelegable: la única experiencia histórica en que existió un delirio similar fue la del período jacobino de la Revolución Francesa, experiencia que culminó, como es sabido, en la etapa de El Terror. Primero fue el lío? y después la guillotina.